El director francés Francis Veber es mayoritariamente conocido por una exitosa comedia de los años noventa del siglo pasado, justamente acreedora de cierta consideración de culto. La cena de los idiotas fue aquella provocadora historia cargada de mala baba y mucha humanidad, que reivindicaba sin complejos la torpeza bondadosa e inocente frente a la crueldad de aquellos que por razones de lo más despreciable, se divertían con la humillación de los que consideraban tan risibles. Con esas premisas de partida era inevitable enternecerse con los desmanes descontrolados de François Pignon (Jacques Villeret) —una auténtica joya, en palabras de uno de sus execrables benefactores—.
Pero antes de Pignon, estuvo otro de los “François” de Veber, Perrin para más señas, que el director francés fue alternando con el que dio nombre al invitado estrella en la velada de los miércoles, para conformar una saga cómica muy estimada, sobre todo por las audiencias de su país, vinculada durante mucho tiempo a nuestro actor protagonista en esta ocasión. Pierre Richard, considerado por amplios sectores de la crítica como uno de los más talentosos cómicos del cine francés de los últimos cincuenta años, junto con Louis de Funes y Gerard Depardieu —también es director de cine y cantante ocasional—, ya había participado en Rubio alto con un zapato negro y su secuela La vuelta del gran rubio (con un zapato rojo), ambas escritas por Francis Veber. Después llegó El juguete (1976), el formidable debut en la dirección de Veber, que nos ocupa, e inauguró una larga y exitosa colaboración entre el cineasta y el comediante durante la década de años ochenta, gracias a tres populares comedias, La cabra (1981), Los compadres (1983) y Los fugitivos (1986), haciendo dúo con Depardieu.
Aquí el potente juguete del título —y de las estampas promocionales del film, que en ningún caso nos pueden dejar indiferentes— es un periodista, François Perrin, en situación de precariedad económica, después de haber pasado más de dieciséis meses desempleado. La acción comienza con Perrin, un hombre con cierto halo hippie y esa melena rubia y rizada a todo volumen tan característica, esperando a ser entrevistado para un nuevo trabajo en el periódico parisino France Hebdo, que dirige en la sombra su propietario, el empresario multimillonario Pierre Rambal-Coche (Michel Bouquet). Inmediatamente, Perrin tomará conciencia del estilo despótico y abusivo del mandamás, desde la misma entrevista con el director nominal del periódico —un títere de Rambal-Coche, le confía uno de sus nuevos compañeros—, y desde luego en esa suerte de comida ritualizada de empresa con sus trabajadores al completo, en medio de un hangar industrial, a la que el jefe llega tarde, y en la que no renuncia a exhibir sus formas tiránicas y humillantes ante la estupefacción del novato.
La película no resultaría más que en una sucesión de las desventuras de este hombre risueño, bastante ingenuo y ciertamente apurado económicamente —la estupenda vis cómica de Richard luce divertida en buenos gags, como la invitación para comer al director de su sucursal bancaria, para intentar encauzar sus problemas de descubierto, o la visita justiciera a la oficina de su mujer Nicole para vengarse del jefe que la lleva por la calle de la amargura—, si no hubiese ocurrido un incidente verdaderamente insólito.
Perrin y un compañero fotógrafo acuden unos grandes almacenes propiedad de Rambal-Coche para elaborar un reportaje sobre la “Gran Quincena del Juguete”. Como prólogo, con un sentido jocoso, pero también evidentemente intencionado —malintencionado, podríamos aseverar—, los periodistas son presentados por una responsable de relaciones públicas a un auténtico indio ‹sioux›, acicalado convenientemente para la promoción comercial y el divertimento infantil. Durante la hilarante conversación, Perrin expresa su apoyo a la causa indígena —«Americanos, malos. Indios, buenos. Estoy con usted»—, mientras la encargada sostiene que el pobre diablo es «feliz así, entreteniendo a los niños». Y entonces, en uno de sus muchos momentos de dispersión torpe y despistada, rodeado de carísimos juguetes casi de tamaño humano, Perrin se encuentra desafortunadamente en el escenario equivocado. Eric, el hijo del todopoderoso Rambal-Coche, lo elige empecinadamente como su nuevo ilusionante juguete, y ninguna argumentación racional puede salvar a nuestro protagonista de su imprevisible destino.
Con este original, sorprendente y subversivamente incisivo giro argumental, Veber explosiona una crítica feroz contra el materialismo y el abuso de poder, en unos pasajes que dejan huella en el espectador. Toda la secuencia de la elección del niño resulta vergonzosamente desasosegante para la audiencia, que se debate entre el sentido del absurdo, la imposibilidad racional y el rechazo hacia la crueldad. Tampoco tiene desperdicio la salida del peculiar juguetito de la caja de embalaje que lo ha trasladado hasta la mansión Rambal-Coche por expresa petición del chaval, en unos planos inolvidables, verdaderamente desquiciantes, que zigzaguean por entre los límites del humor. De hecho, como colofón, Eric llegará a cambiarle el nombre a su nuevo amiguito.
En la mansión, el enloquecido paseo del niño y su Julien en un bólido de juguete de última generación, por los interminables pasillos de moqueta roja, es la prolongación sarcástica de ese primer recorrido de nuestro François para recuperar la cordura y la dignidad, que se había fijado en nuestras miradas —por cierto, en un registro muy divergente, no he podido evitar preguntarme si Stanley Kubrik habría visto esta película cuando planificaba El resplandor—. Pero también provocará la primera acción punitiva sobre el niño, que se quejará agraviado, pero también encubrirá al adulto, cuando el implacable jefe se interese por el incidente: «No pasa nada. Estamos jugando».
A partir de ahí, diversos incidentes vinculados a tan inusual situación se irán sucediendo, desde reencuentros del vaquero Julien con aquel aborigen del principio —ahora ya igualados en su infortunio—, hasta duelos al más puro estilo del lejano oeste en medio de una gran recepción en el jardín del magnate, que terminará con una concentración sindical de protesta por las condiciones laborales de su empresa frente a la puerta, pasando por partidas de futbolín para establecer la duración de la estancia del muñeco. Al final, en los ojos de Eric, son sencillamente juegos, esos que anhela poder jugar con su padre. De esta manera, el film vira hacia una reflexión vital trascendente sobre la paternidad, la buena crianza, la soledad en la infancia, y también la ética económica y personal, quizá demasiado subrayada, pero en todo caso indispensable, teniendo en cuenta las circunstancias concomitantes. En todo caso, será un nuevo juego, precisamente el primero que proponga François, la edición de un periódico llamado “Le Jouet”, el que servirá para difundir nuevas prácticas humillantes del padre ausente, en este caso en la adquisición de una casa, así como los testimonios de varios trabajadores despedidos abusivamente —el título de la pieza será “Los juguetes de Monsier Rambal-Coche”—. Y quedará así rubricada la importante conexión afectiva entre Perrin y Eric, que refuerza las tesis desarrolladas a lo largo de la película, y que se condensará en un plano congelado final sinceramente emocionante.
En definitiva, este “Juquete” setentero de Francis Veber, que ya tuvo una nueva versión norteamericana fallida con Richard Pryor como protagonista en los años ochenta, es una película más que recomendable, nuevamente muy clasificable dentro de ese exclusivo club de las obras de culto, que se asoma a esta alternativa por otro nuevo juguete que llega este fin de semana a nuestras carteleras. Como casi siempre, casi nunca hay nada como el original.
«El Cine es más hermoso que la vida.»