El mundo del espionaje, que uno intuye turbio, gris, aburrido y profundamente hermético, pero que el cine siempre ha tendido a representar con generosas dosis de emoción, exotismo y aventura (siendo la figura de James Bond el máximo paradigma de esta idealización romántica, folletinesca y glamurosa del espía), se ha prestado fácilmente a la parodia cinematográfica, con Casino Royale (1967) como uno de sus más tempranos (si no el que más) referentes. El cineasta británico Jon Amiel, después de algunas más o menos afortunadas incursiones en la industria estadounidense (con la estimable Copycat como punto álgido de su carrera), cambió de tercio y viró hacia la comedia para adaptar la novela de Robert Farrar “Watch that man”, con la ayuda del guionista Howard Franklin, cómplice, por aquellos años, de Bill Murray, a quien ya había ofrecido un par de roles en títulos menores (Con la poli en los talones y Un elefante llamado Vera) antes de llegar a la cinta que nos ocupa, El hombre que no sabía nada, cuyo nombre remite directamente al clásico de Hitchcock de 1956 (o de 1934, depende de la versión que más estime cada cual) El hombre que sabía demasiado. Y es aquí, precisamente, en la intersección entre Hitchcock y el James Bond cinematográfico, donde la película decide trabajar un sentido del humor de tintes paródicos que remite un poco al practicado por los ZAZ durante toda su trayectoria, aunque sin llegar a tales extremos del absurdo; eso sí, el personaje de Murray comparte con el Nielsen de Agárralo como puedas esa ingenuidad patosa irresistible que le permite desenmascarar un complejo entramado conspirativo sin apenas ser consciente de ello.
La película de Amiel, que juega mucho con la complicidad de un espectador que tiene muy claro qué tipo de clichés y situaciones clásicas del género están siendo irónicamente revisitadas, articula una trama enrevesada en la que miembros de los gobiernos ruso y británico conspiran para instaurar una nueva etapa de Guerra Fría, sin contar con que la intromisión de un pobre diablo (Murray) convertido sin comerlo ni beberlo en temible agente secreto americano, vaya a dar al traste con sus planes. El clásico falso culpable hitchcockiano, sumergido repentinamente en un peligroso complot internacional, encabezará una serie de situaciones cómicas (no tan hilarantes como podrían haber sido o como sus responsables querrían que fuesen, pero aún así muchas de ellas inteligente y notablemente construidas) fundamentadas en el equívoco, el malentendido y la confusión de roles e identidades, todo ello, como es bien sabido, una de las muchas bases a las que suele recurrir la comedia para encontrar la carcajada del respetable. Otra clave indispensable para que todo cocktail cómico funcione radica, claro está, en a quién se otorga el protagonismo. En este caso, Amiel y Franklin se cubren las espaldas y fichan a alguien tan dotado para ello como Murray, que lleva con soltura un papel no del todo fácil, pues se mueve constantemente entre la idiocia, la ingenuidad y los constantes brotes de buena suerte, dejando el pasotismo irónico que muchas veces le caracteriza fuera de la ecuación, aunque su facultad para pulsar teclas genuinamente cómicas con un registro gestual tan elocuente como discreto sigue presente.
Y, pese a ello, pese al esfuerzo de Murray y pese a una trama ingeniosa que hace no pocos esfuerzos por no descarrilar (el deje delirante del asunto amenaza con mandar al traste todo, aunque Franklin finalmente se las apaña para tener todo razonablemente bien atado), se diría que la cinta de Amiel no sabe sacar del todo provecho del material que tiene entre manos, que prometía, ya desde su jugoso inicio, una intriga loca y zigzagueante mucho más divertida de lo que en realidad es. Estamos, por tanto, ante una grata y cinéfila mezcla de géneros que prefiere capturar la atención del espectador con su ingenio y con la simpatía de sus intérpretes (por ahí pululan también Alfred Molina, Peter Gallagher, Joanne Whalley y un buen puñado de grandes secundarios británicos), antes que ahondar en la comicidad de unas situaciones disparatadas que, en muchos casos, no terminan de explotar. El hombre que no sabía nada es, en fin, una cinta simpática, amena y dirigida con bastante corrección, pero, dentro de la filmografía de Murray de aquellos años (en la que obras de culto como Atrapado en el tiempo, Ed Wood o Rushmore convivían con comedias chorras verdaderamente hilarantes como Vaya par de idiotas), el resultado se antoja algo tibio. No es mala opción en absoluto si se es fan del cine de espías y/o del gran Bill Murray, pero, honestamente, puestos a parodiar el tema con gracia y personalidad, servidor se queda antes con la trilogía de Austin Powers, iniciada precisamente ese mismo año.