De todas las figuras clásicas del cine fantástico y de terror, quizás la más turbadora y subversiva sea la del hombre invisible, por la sencilla razón de que, mediante la excusa de un suero que otorga total transparencia al cuerpo de aquel al que se le administra, logra llegar a una conclusión desoladora: que el ser humano es malvado por naturaleza, ya que, desaparecido el temor a las consecuencias, su conducta se inclinará antes a la perversión que a la bondad. Al menos esto es lo que se deduce de las principales adaptaciones al cine del clásico de Wells y, muy particularmente, de la que firmara Paul Verhoeven en el año 2000.
La invisibilidad iguala al individuo a Dios, pues le permite transitar entre el resto de mortales con total libertad, como un espectro, y es este inesperado poder sobre los demás lo que incita a quien lo detenta a satisfacer sus más bajas pasiones (robar, espiar, violar, matar…). Resulta descorazonador plantear que sólo el temor a la ley y al rechazo social nos mantienen alejados del crimen, y que en una hipotética situación de libre albedrío total seríamos seres moralmente débiles, mezquinos, horribles. Una idea que, por cierto, tiene su eco en la crueldad con la que se manifiestan en las redes sociales determinados individuos amparados en el anonimato.
La cinta que hoy nos ocupa carece de la fuerza lírica del magnífico film de Whale del 1933, de la que es secuela, así como de la perversidad total y el humor malsano de la incomprendida cinta de Verhoeven, pero cumple con su condición de modesto y sólido entretenimiento fantacientífico, de nuevo a vueltas con el tema de los ‹mad doctors›, aunque ahora combinado con una trama criminal cuyo intríngulis se irá revelando poco a poco a ojos del espectador. Dirige el estimable Joe May, de quien recuerdo con especial agrado su díptico de La Tumba India (cine de aventuras silente narrado con una convicción admirable) y The House of the Seven Gables, intriga gótica en la que ya aparecía el simpar Vincent Price, aquí protagonista en un rol no muy agradecido, pues casi todo el peso de su interpretación recae en su fantástica voz, por razones evidentes.
En todo caso, lo más destacable de la película, dejando aparte la fluidez con la que May consigue narrarla, está en sus ingeniosos efectos especiales, que incluso hoy día, habiendo pasado ya 80 años, siguen luciendo terriblemente bien. Es esta cualidad artesanal la que aporta la cuota de encanto necesaria para que The Invisible Man Returns resulte, finalmente, una película tan pequeña como satisfactoria. De otro modo, bajo una ejecución más chapucera y a las órdenes de alguien menos dotado para el medio, quizás la narración se hubiera quedado algo corta en términos generales, pues no logra ampliar los temas ya abordados por Whale en el film previo ni ahondar en la turbiedad que subyace en su misma premisa, más bien al contrario, se las apaña para dulcificarla y hacer su conclusión más digerible para el espectador medio.
Sea como fuere, es una secuela que no carece de ingenio, punteada por momentos de humor socarrón bastante simpáticos (Price disfrutando su condición de “fantasma”) y por algunos hallazgos narrativos dignos de tener en cuenta (la búsqueda con extintores de humo). Asimismo, el clímax final tiene trepidación y las escenas de masas en las que interviene el invisible protagonista están resueltas con notable pericia. Motivos, en mi opinión, más que suficientes para recomendar la película, al menos a los espectadores abonados al cine fantástico que facturaba con tanto esmero la Universal en los años 30/40 y a todos aquellos que sientan simpatía tanto por la literatura de ciencia-ficción como por el personaje creado por Wells y que ya está anclado en el imaginario popular, como vuelve a corroborar la nueva aportación al cine que nos brinda ahora Leigh Wannell.