Bien, pues esto es la comedia. Una historia contada con la dosis de seriedad necesaria para resultar creíble y el tono desenfadado adecuado para no ser tomada demasiado en serio. En realidad es poco frecuente que una película logre provocar carcajadas sin caer en el ridículo, y de hecho, si la que nos ocupa logró tal hallazgo fue, en gran parte, gracias a su contexto. El gran rubio con un zapato negro irrumpió en las salas de cine media década después de la gran explosión del Cine Moderno Europeo (encabezado por la ‹Nouvelle vage›) y apenas unos años antes de que la segunda edad de oro de Hollywood diera sus mejores frutos. El resultado fue una suerte de cóctel (temático y formal) que aunaba incontables referentes cinematográficos. Por una parte, esta alocada pero elegante comedia de enredos tomaba como referente el cine de espías mediante el cual veteranos como John Huston (El hombre de Mackintosh, La carta del Kremlin), Alfred Hitchckock (Con la muerte en los talones, Cortina rasgada) o Blake Edwards (Darling Lili, La semilla del Tamarindo) reivindicaban en aquel entonces su buena forma, recordando al espectador la rígida situación en que se encontraba su país por culpa de la Guerra Fría.
Por otra, la comedia de Yves Robert cuenta con montones de referencias al mencionado Cine Moderno: ahí está la atinada banda sonora de Vladimir Cosma que, ayudada por el ralentí de ciertas secuencias, evoca directamente a los duelos “westernianos” de Sergio Leone; o ese recurso de presentar situaciones mediante voz en off y la congelación de imágenes tan propio de la ‹Nouvelle vage› (que, décadas después, se convertiría en el recurso por excelencia del cine “noventero” de directores como Martin Scorsese, Quentin Tarantino, Brian de Palma o Guy Ritchie); o la clase de planificación casi co-dependiente del montaje tan propia del free cinema británico que apela constantemente al efecto ‹kuleshov›, visual y verbalmente, de una forma antes estética que narrativa… A todo ello hay que sumarle el tono de serenidad, sutileza y contención gracias al cual El gran rubio con un zapato negro logra (como tantos otros títulos franceses) esquivar la autoconciencia en favor de la coherencia de los personajes y del propio relato, aún cuando lo contado roza el delirio.
La suma de ambos conceptos (es decir, el cine de espías coetáneo a la película y un aglomerado de referentes modernos) dio como resultado una comedia de enredos que apelaba a su condición humorística para justificar secuencias de dudable veracidad (como la de Botrel persiguiendo las voces provenientes de la furgoneta), su condición moderna para dinamizar y adornar el relato (como los saltos temporales, los planos cortos de pistolas y los ralentíes) y su parentesco con el cine de espías para mantener al espectador pegado a la butaca durante toda la peripecia (no hay más que ver las secuencias de los tiroteos o la seriedad con que Yves dibujó la rivalidad entre protagonista y antagonista). Con ello, Yves Robert logró una película que, además de ser una comedia divertida, también podía verse como un thriller de espionaje trepidante, sin concesiones y que, sobre todo, destilaba amor por el cine a cada plano.