A finales de los años setenta el género negro clásico, al estilo de las viejas películas de detectives de los años cuarenta y cincuenta, se encontraba agonizando. Los éxitos de crítica y público de Chinatown, Un largo adiós o Adiós muñeca solo fueron un espejismo en pleno desierto creativo, puesto que los gustos del público y los cambios de hábito en los espectadores, más predispuestos a pasarlo mal en una sala de cine viendo saltar las vísceras de las víctimas de asesinos en serie enmascarados u observando las pesquisas de un nuevo tipo de detective más moderno con greñas y chupas de cuero en sustitución de la gomina y la gabardina, habían dejado arrinconado al viejo anti-héroe romántico devorador de perdición en viejas tascas servidoras de whisky aguado por la falta de clientes.
Es en este entorno en el que un joven cineasta amante del viejo cine protagonizado por los Sam Spade y Philip Marlowe de los vetustos estudios de Hollywood llamado Robert Benton, que en años posteriores conocería la gloria con títulos como Kramer contra Kramer, En un lugar del corazón o Al caer el sol, escribió y dirigió El gato conoce al asesino, sin duda uno de los últimos homenajes del cine de Hollywood a la películas de cine negro puro y duro que tantos éxitos y triunfos propiciaron a la industria del cine estadounidense. Gran parte de la culpa de que este asesinato en directo del cine de detectives pudiera salir a la luz la tuvo otro de los maestros del cine americano (precisamente el director de uno de esos éxitos setenteros del cine de detectives con Un largo adiós) que se empeñó en producir el homicidio: Robert Altman.
Lo realmente reseñable de El gato conoce al asesino es su propuesta de plasmar la decadencia del género desde la madurez del protagonista absoluto de la cinta: el detective Ira Wells (magistralmente interpretado por un Art Carney en uno de esos papeles que quedan grabados en la memoria de los cinéfilos amantes del género negro) así como desde la ironía más socarrona gracias al empleo de un ácido sentido del humor que se desprende desde el mismo bosquejo del caso que cincela la trama. Ira es un ya anciano detective que malvive en su viejo apartamento aceptando casos de poca monta tras haber conocido el esplendor de los viejos tiempos en los que se codeó con los grandes detectives de la época en casos de asesinatos, robos de joyas, chantajes a millonarios amanerados, secuestros de prostitutas o expolio de altos secretos por parte de empresarios del juego sin escrúpulos que venden papeles clasificados al mejor postor internacional.
Sin embargo, las cosas han cambiado. Los anticuados ladrones de alta gama se han extinguido como los dinosaurios y los millonarios ansiosos por incrementar sus beneficios a costa del crimen parece que se han aburguesado. Las furcias carecen del glamour de antaño rebajando su caché a meras viciosas de nuevas drogas intravenosas y a chupadoras de la pasión de obreros sin ambición. El encanto de los años cuarenta ha sido devastado por la perversión, el gore televisivo, fiel reflejo de las heridas de la guerra de Vietnam y los bajos fondos pandilleros de los setenta. El cine ya no es ese santuario al que acuden en procesión los ciudadanos de las grandes y pequeñas ciudades. Ese viejo Dios ha sido suplantado por un aparato de rayos catódicos que hipnotiza con su veneno a las familias de todo el mundo. Este es el ambiente en el que Ira Wells sobrevive a base de rapiñar las inmundicias de una sociedad carente de dinero y de tradición. Además su espalda se halla desgastada por el paso del tiempo y sus pulmones no le permiten fumar, ni tan siquiera dar una carrera para perseguir a los malvados a los que le han encargado vigilar dado que una molesta cojera acompaña cada paso de Ira. El arcaico detective conoce que sus días de gloria han pasado a mejor vida y que por tanto su existencia se sitúa en el ocaso más profundo a la espera de que la luz de sus días se apague para siempre.
Pero a los viejos pistoleros aún le quedan balas en la recámara e Ira no las desaprovechará a pesar de la atmósfera crepuscular en la que se ha convertido su existencia. Así, una noche intempestiva arriba a la oficina del investigador Harry, un viejo compañero de Ira, con una herida mortal en su cuerpo. En su agonía, este susurrará a Ira el hallazgo de un caso de verdad, de esos que surten billetes a mansalva… Pero el último suspiro impedirá a Harry confesar a Ira la casuística del asunto que le provocó la muerte. Después de celebrar el funeral de Harry, Ira conocerá a una mujer de temperamento inestable llamada Margo (interpretada por Lily Tomlin, ganadora del Oso de Plata en Berlín por este papel) que acude a Ira para que localice a Winston, un gato de su propiedad que ha sido expoliado por un amigo vengativo.
A pesar de las primeras reservas de Ira debido a lo estrafalario del caso, la insistencia de un viejo amigo de Ira así como las conexiones existentes entre el caso de la búsqueda del gato con la muerte de Harry (ya que estaba investigando el caso en el momento de toparse con la muerte), inducirán a Ira a aceptar la investigación. Poco a poco Ira se verá implicado en un enrevesado asunto de asesinato y robo de sellos con múltiples conexiones con los bajos fondos del mundillo de Hollywood que proporcionará al envejecido detective una última oportunidad para demostrar que su sagacidad continúa intacta pese al paso irrefutable del tiempo.
Con un talento impropio de un novato, Robert Benton construyó un film que ostenta todas las claves que hicieron grande al cine negro de los cuarenta. Así, perfilará a Ira como ese detective morador habitual de las alcantarillas de la gran ciudad asqueado con el mundo al que los años han convertido en un sabio observador de los vicios de una sociedad que con distinto disfraz sigue siendo en espíritu igual que aquella de los pretéritos años cuarenta. Igualmente el intrincado caso objeto de investigación posee todos los ingredientes precisos para fascinar a los fans del noir: asesinatos, pistas falsas, persecuciones automovilísticas, cartas comprometedoras, palizas perpetradas por gorilas sin miramientos, chantajes, traiciones, buen jazz y una trama laberíntica en la que entran y salen distintos personajes de muy baja estofa donde al final todo encajará a la perfección.
Y por los angostos pasillos del maldito embrollo se moverá con su cojera y su falta de oxígeno el viejo Ira para demostrar que la veteranía nunca pasa de moda, tampoco en lo que respecta al buen cine. Con unas adecuadas gotas de nostalgia y una espléndida puesta en escena que mezcla a la perfección las secuencias rodadas en los exteriores angelinos con los planos filmados en el interior tanto de lujosos apartamentos como de arrabaleros pisos de alquiler, Benton realizó una película dinámica, divertida y muy entretenida cuya hora y media de metraje pasa en un suspiro, apoyándose en el empleo de una sana ironía como perfecto aderezo a las secuencias de acción y pura intriga. Sin duda, El gato conoce al asesino fue una perfecta carta de defunción con la que agasajar al género por antonomasia de la historia del cine que sigue de vez en cuando resucitando de su agonía.
Todo modo de amor al cine.