Jūzō Itami fue uno de los cineastas más importantes surgidos en esa época de transición para el cine japonés que fueron los años ochenta, ostentando su rúbrica una de las obras clave del séptimo arte nipón de ese decenio como fue Tampopo. Su fallecimiento, unos dicen que por suicidio y otros que por asesinato de la ‹Yakuza›, que se la tenía jurada al bueno de Itami, producido a finales de los años 90, cuando su carrera como realizador estaba en una época de fantástica madurez, es uno de los grandes misterios de la farándula japonesa y aún despierta no pocos focos de interés para aquellos que sienten atracción hacia los ‹True Crime›.
Detrás suya dejó un legado de un puñado de buenas películas como director, aunque anteriormente había participado como actor en varios títulos no muy populares por estos lares y también había desempeñado labores como presentador de televisión, siendo sus criaturas perfectamente reconocibles, no solo por la presencia en todas y cada una de ellas de su esposa Nobuko Miyamoto, sino igualmente por ese tono sarcástico, socarrón y a veces algo surrealista que empapa sus piezas más redondas.
Su debut en el largometraje se produjo precisamente con la película protagonista de esta reseña, la extraña y muy interesante El funeral (Ososhiki, 1984). En ella se atisban buena parte de las obsesiones que posteriormente amasaría Itami en sus proyectos: una puesta en escena muy estética engalanada con unos encuadres perfectos y matemáticos salpicados por algún que otro fogonazo excéntrico (en este caso unos contrapicados subjetivos que quitarían el hipo a Tarantino); una historia repleta de ironía y esperpento que satiriza, con bastante irreverencia, los usos y costumbres de la vieja sociedad nipona; algún que otro fogonazo erótico muy naturalista y con ciertos toques de comedia; y finalmente un ritmo que a ojos de un espectador occidental podría catalogarse de reposado, pero que no necesariamente se encuadra en esa filosofía introspectiva propia del cine clásico japonés, mezclando con mucho desparpajo la mirada occidental con la propia de la idiosincrasia oriental.
La película arranca mostrando a un matrimonio de ancianos en una casa apartada del bullicio de la ciudad. El marido ha traído unos aguacates y unas anguilas para cenar. Acabada la cena, el viejo sufrirá una angina de pecho que le provocará la muerte durante su traslado en taxi al hospital.
Este punto de partida será empleado por Itami para vertebrar una especie de obra de teatro dividida en tres actos: la estancia en el hospital del fallecido y la consiguiente llegada de sus familiares a la clínica; el traslado del cadáver a la casa familiar en un ataúd para celebrar el velatorio; y finalmente la ceremonia del funeral crematorio que pondrá el punto y final al evento fúnebre.
Cada uno de estos sainetes tendrán como protagonistas a la impertérrita viuda, quien había sufrido toda una serie de vejaciones y humillaciones por parte de su cónyuge con total resignación y al matrimonio formado por la hija del finado y su esposo, ambos actores reconocidos.
Y acompañando a este trío de antihéroes irán apareciendo toda una serie de variopintos personajes que aportarán su pizca de sal y pimienta a todo el embrollo: sobrinos borrachos, amantes que harán recordar viejos affaires pasados a ese yerno actor que hará las veces de narrador omnisciente del relato, un hermano totalmente enajenado y desquiciante, la otra hija del difunto, vecinos cotillas que quieren chismosear que es de la vida de aquellos a los que perdieron de vista hace tiempo, el funerario que ve todo este entuerto como una oportunidad de maximizar beneficios, el sacerdote sintoísta que igualmente quiere trincar pasta, y un largo etcétera de personalidades dispares que amenizarán la velada durante las dos horas que dura el metraje.
La película avanza con un tono que transita entre lo trascendente y la comedia negra, gracias a una puesta en escena que tiende hacia la pausa, los silencios y hacia una luz tenebrosa y sombría, que apuesta por la oscuridad de la noche, no pareciendo ésta la tonalidad más adecuada para robar las risas del público asistente a las salas y algún que otro momento desconcertante, pero en la que igualmente habrá espacio para introducir una mirada pícara y guasona con objeto de parodiar las tradiciones ancestrales de una sociedad japonesa afectada por la globalización.
Hilarante resultará esa escena en que tanto el yerno como la hija del cadáver observan un vídeo-manual de instrucciones en VHS en el que una señora aconseja que frases deben decir a cada uno de los asistentes al funeral. También la total falta de empatía de una hija que parece no se llevaba demasiado bien con su progenitor, puesto que la muerte de éste parece no haberle afectado en demasía, aunque las apariencias le obliguen a actuar en sentido contrario. Y la escena que más me gusta, por su composición cómica y naturalismo kafkiano, que es la del traslado del ataúd del fallecido a la casa de campo donde se llevará a cabo el velorio en medio de un potente chaparrón caído del cielo y el posterior responso por parte de familiares y vecinos, secuencia que mezcla con mucha pericia la trascendencia del momento con el caos y algún que otro momento ridículo que suele acompañar a este tipo de ritos.
Imai ejecuta una especie de enredo dantesco con objeto de desentrañar los aspectos más ridículos y falsos de la vieja tradición japonesa de llevar a cabo la despedida a un ser querido, un ser querido que finalmente no era tan amado ni respetado como se quiere hacer ver al resto de familiares y asistentes a los oficios funerarios. La atmósfera solemne que impera en muchos tramos del film será degollada, sin ningún tipo de compasión, por el autor de La inspectora sazonándola con no pocas gotas de parodia y mala leche, vertebrando de esta manera una comedia negra triste y deprimente, donde los tonos más funestos predominan sobre las mascaradas bufonescas.
Es cierto que se nota la falta de experiencia de un realizador que estaba debutando detrás de las cámaras con esta obra. Quizás le sobre algún que otro minuto a un film que también peca de un exceso de ambición, ya que en mi opinión a la película le hubiera sentado maravillosamente un tono más delirante virado más hacia la comedia absurda de carcajada fácil, pues en muchos tramos del film esa mezcla de melodrama y comedia satírica (se puede atisbar un intento de parodiar el último tramo de Ikiru de Kurosawa durante el episodio del velatorio) no avanza con la fluidez necesaria en este tipo de comedias de largo metraje.
No obstante, el resultado, en su conjunto, es mucho más que digno. En este sentido, El funeral se alza como una fantástica ópera prima, muy académica en su acabado técnico a la vez que transgresora y moderna en su espíritu de filme rebelde y aguerrido, dando muestras de que detrás de las cámaras se encontraba un realizador diferente, abstracto y para nada conformista. Uno de esos autores que podían marcar un sendero resplandeciente para el renacer de una nueva época de oro para el cine japonés de finales del siglo XX, y que desgraciadamente terminó sus días de forma súbita e inesperada, como ese viejo que muere al principio de esta pequeña gran película del cine japonés de los años ochenta.

Todo modo de amor al cine.