Un compositor de musicales (Stephen Sondheim), un actor famoso (Anthony Perkins) y el director de films como Sueños de un seductor o Footloose, aunque aún faltaban años para que Kevin Bacon rompiera caderas (Herbert Ross) se afianzaban como fanáticos del estilo “todos culpables” de Agatha Christie, y de paso asimilaban la irracionalidad y desconfianza generada en el gremio cinematográfico en El fin de Sheila (1973).
Una fiesta, una muerte inesperada y un rico productor de cine con mucho tiempo para maquinar son solo unos pequeños esbozos con los que arrancar la película, que no nos lleva al Nilo, pero sí al Mediterráneo en un barco donde actores, guionistas, directores y agentes artísticos se reúnen a merced del juego que el anfitrión les propone. Como si de una partida de Cluedo para ricos interactiva se tratara, Clinton (un ácido y excéntrico James Coburn) prepara para sus invitados unas veladas donde resolver pistas con las que descubrir el personaje que ha repartido para cada uno. Una excusa perfecta para enclavar el recuerdo de su esposa asesinada, de la que quiere hacer un film con todos los presentes —cuyo título coincidirá con el original del film, The Last of Sheila—.
El fin de Sheila se ancla en unos personajes muy perfilados, con reconocibles personalidades y extravagantes reacciones ante cada alteración del juego. Además de ese afán por retorcer el misterio y ofrecer motivaciones para señalarles en el momento adecuado, siendo este siempre cambiante, acucia en todo momento la necesidad de arremeter con el colectivo del cine, dejando huella en cada uno de los roles que representan los implicados, más allá de sus peculiaridades personales. Así, la película nos entretiene e intriga con sus tejemanejes, haciendo y deshaciendo coartadas a voluntad, mientras destapa los verdaderos intereses de una profesión siempre en el filo de la navaja, donde mantenerse en lo alto parece un imposible, quedando retratados todos como perdedores del primer mundo.
Es atractivo ver por encima del misterioso asesinato —que obviamente se va convirtiendo en un montón de muertos bajo la alfombra— una dinámica donde las posiciones que adoptan todos, como profesionales de la industria, no resultan nada desesperadas frente a situaciones extremas, demostrando un interés vulnerado siempre por el negocio y la futura historia que podrán contar y no por las personas implicadas. Un universo coral lleno de beneficios futuros donde la puesta en escena de Clinton es un espectáculo en sí mismo que, gracias a las segundas miras de sus invitados, eleva el nivel de socarronería. Agudos son siempre los comentarios de los presentes, con una capacidad deductiva digna del detective Poirot y una presencia física propia del Hollywood más competitivo.
Descaro, alcohol y muchos intereses ocultos a punto de ser descubiertos por este grupo de amigos y conocidos nos invitan a una velada de juegos de mesa de alto nivel, donde nunca nada va a resultar creíble en la primera explicación, con esa magia propia de los investigadores más carismáticos, ajenos al thriller de manual, con el toque clásico (y novelesco) en su narración llevado al extenuante estilo de divertimento de los más caprichosos y estrafalarios genios de los 70’s. Su punto excepcional se encuentra quizá en esas conversaciones que se asemejan más a discursos en los que uno no puede dejar de atar cabos por si más tarde pueden ser de utilidad, al mismo tiempo que los ‹flashbacks› se convierten en ingeniosas reconstrucciones de lo ocurrido según quién sea el que recuerde el momento narrado.
Puede que Agatha Christie fuese única, pero El fin de Sheila sabe navegar sobre el misterio y el crimen con ese añadido cinematográfico que, aunque no te deje olvidar a la escritora, consigue que una personalidad propia aflore hasta caer rendidos ante las poco pragmáticas cualidades de sus implicados, con un soberbio plano final que resume mejor el universo que retrata que cualquier crimen explicado y subrayado para su completa asimilación.