El famoso letrero de Hollywood —en sus inicios Hollywoodland— cumplió 92 años el pasado 13 de julio. Construido como algo meramente temporal, ha terminado siendo un símbolo permanente; casi se podría decir que resultaría impensable imaginar su inexistencia en la cultura popular actual. Es el símbolo que mejor representa el éxito, el dinero, la fama y el talento, pero también el fracaso, el morbo y la superficialidad. Un lugar destinado a unos pocos elegidos, elogiados y enjuiciados, que, como así además se indica al inicio de El factor sorpresa, se valen de la avaricia, la ambición y hasta el amor para llegar a lograr el éxito, como un escudo para poder soportar los engranajes de un sistema, el hollywoodiense, no apto para todas las mentes, y sino que se lo pregunten a Peg Entwistle (Nota: no van a poder hacerlo, pero si se busca en Google, alguna respuesta es posible).
Con un espíritu similar al que ya se respiraba en Wall Street (1987), en El factor sorpresa nos adentraremos por los recovecos de los grandes estudios de cine de los 90, esos en los que se podía trabajar sin tener ninguna idea de cine y sí de negocios, o con mucha idea de cine y ningún olfato para los negocios. En cualquier caso, lo que interesa es el dinero, no la fama, nuestro protagonista no es actor, sino que aspira a productor, razón por la cual empieza en el mundillo como uno de los asistentes del jefe de un famoso estudio. Desde ahí, intentará crecer y aprender a destrozar a la competencia, a base de consejos. Y en cuanto a las formas de conseguirlo, parece que las cosas no han cambiado demasiado en 21 años.
La sociopatía siempre ha estado muy mal vista, excepto cuando se trata de llevar a buen puerto una empresa o una carrera profesional; a eso se le suele llamar show business. Kevin Spacey es el jefe del estudio al que el personaje de Frank Whaley asiste. Entre ellos surgirá una relación que a nosotros, como espectadores, nos hará gracia, un poco como la que tenía J.D. con el Dr. Cox en la serie Scrubs (2001-2010), pero sin paternalismos. Spacey maneja perfectamente el papel de cabronazo encantador, lo convierte en alguien entrañable, casi, siempre odiable. Whaley consigue parecer un pusilánime. Como ocurre con los personajes Ari Gold y su asistente Lloyd en la famosa serie —y ahora película— El séquito (Entourage), los mejores momentos de El factor sorpresa se encuentran cuando la agresividad del ejecutivo y su falta de pelos en la lengua se hacen patentes en frente de su esclavo, aunque aquí éste no le dará la réplica con tan buen tino como Lloyd. Dos visiones diferentes, una más cómica (El séquito), otra más dramática y moralista (El factor sorpresa), que en cualquier caso resultan notables, sobre todo si te interesa conocer las interioridades del decadente —y sin embargo siempre poderoso— Hollywood, el Imperio Romano de nuestro tiempo. Si no te interesa, esta película será un auténtico rollazo para ti, sí.
Pero bueno, también te puedes quedar con que ambas películas sirven para ver lo que es molar, y por décadas. Ahora ir de guay implica más sacrificio, antes con dinero, un traje y verborrea valía (tener mundo, lo llaman); ahora, como digo, hay que currárselo más (aunque dé la impresión de que menos, porque se usa menos el cerebro), hay que saber mostrar que molas hasta al caminar, hay que saber hacer buenas fiestas con piscina, tener ingeniosas respuestas para todo, moverse con desenvoltura entre gentes diferentes… pero al final el dinero sigue siendo la clave; ponerse unas gafas de sol, sonreír y llevarse a todas las hembras de calle no sale barato, hay que visitar mucho al dentista. Al menos así se ve en las películas que no intentan ser críticas con el universo que retratan, aunque sí veraces.
En cambio, las que intentan ser críticas y veraces a la vez, en general procuran no diferenciarse de la realidad y dar a sus finales una gran moraleja. Como queriéndonos decir: La realidad laboral consiste en que los empleados traguen y traguen hasta vomitar. Y es que se ve que todo el mundo aspira, en general, a obtener una posición tal que permita así humillar a los demás. Devolver a otros lo que unos te hicieron y hasta darles los consejos que aquellos te dieron. Porque ahora también hay que diferenciar: la vida es una película con regular final, y los anuncios ahora es molar.