No busquen en ningún mapa la marítima y apacible localidad Puddleby on the Marsh porque solo figura en los cuentos escritos por Hugh Lofting. Allí trabaja el sonriente Matthew, que transporta pescados más otras mercancías en su carro y los lleva a las casas de sus habitantes. Le ayuda el pequeño Tommy para hacer los recados. Los dos son amigos del veterinario del pueblo, el doctor Dolittle, un viajero infatigable que tiene obsesión por encontrar la enorme caracola rosa. En sus aventuras les ayudará Emma Fairfax, una joven intrépida con el apodo de Fred, que demuestra más arrojo y agallas que sus compañeros masculinos. Las aventuras comenzarán por la intolerancia del general Bellowes, tío de Emma, cazador y juez del lugar, empeñado en meter en la cárcel al doctor. Pero los protagonistas pasearán con una llama bicéfala por la que conseguirán dinero para el ansiado crucero hasta la Isla de la Estrella, que tampoco está en los mapas. Si no se lo impide el general, las focas tristes o cualquier animal que pida ayuda al señor Dolittle, un genio entre tanta mediocridad inglesa.
En los años sesenta ir al cine era una fiesta. Solo hay que repasar las películas famosas de aquella década, fueran del oeste, colosales europeos o norteamericanos, epopeyas históricas y mastodónticos musicales. Las familias enteras acudían a las salas, tanto los abuelos, las madres y padres con la chiquillería, dispuestas a pasar una tarde completa hasta que anochecía y volvían a las casas. Los largometrajes como El extravagante doctor Dolittle arrancaban con una obertura de dos minutos mientras la pantalla proyectaba el título fijo sobre la pantalla, a la par que se oía un resumen musical de las canciones principales del film posterior. Era una manera de conseguir una expectación mayor en el público, al tiempo que ocupaban las butacas. Como la duración del metraje superaría las dos horas y media, también habría un intermedio ya pasado el ecuador de la proyección, otra forma de ganar dinero en el bar de la sala y sacar provecho a estas producciones que solo podían disponer de dos pases diarios por sus características, frente a las de duración más corta o convencional. Y a pesar de lo comentado no siempre fueron éxitos de taquilla, aunque con los años se hayan transformado en obras de culto, referentes para posteriores adaptaciones o musicales de Broadway y plazas similares.
El primer Dolittle partió como una película ganadora por la partitura de Leslie Bricuse —junto al director de orquesta Lionel Newman— además de ser el letrista de una docena o más canciones que son entonadas por varios intérpretes en el film, así como del guión que adapta varios libros de Hugh Lofting, el creador del veterinario protagonista, explorador u politólogo animal. La cinta es una comedia musical que cuenta con grandes profesionales como los mencionados en el apartado melódico, Robert Surtees a la fotografía, Mario Chiari en dirección artística e incluso Herbert Ross coordinando las secuencias coreografiadas. Dirigido todo por el polivalente Richard Fleischer, que demostraba su profesionalidad para darle una coherencia al conjunto cómico, musical y aventurero, junto a sus fugas hacia la fantasía. Las virtudes de su puesta en escena son las de aportar un dinamismo con los movimientos de cámara, escalas de planos y aprovechamiento de los elementos de cada encuadre que sirven para mantener atento al exigente público infantil,ya que se trataba de un largometraje dirigido a toda la familia, pero sobre todo a sus miembros más jóvenes.
Richard Fleischer está pletórico en las secuencias que apelan a la comedia en todas sus variantes, tanto la visual como la verbal, usando el absurdo y lo intelectual. Incluso lo consigue en números cómicos como el del enamoramiento de Matthew tras recibir un beso de Emma —o Fred— a punto de caer al agua desde el puerto, salvado en todas las ocasiones. El acierto visual del cineasta se demuestra en el uso de la profundidad de campo que añade siempre algún elemento cómico al plano, como puede ser un perro pasando el plumero en la casa del doctor. O ese gallo que cacarea al amanecer y mediante un travelling en retroceso se descubre que es el loro amigo de Dolittle. El colorido y la naturalidad en el tratamiento de los animales que se comunican con el protagonista proporcionan agilidad y refuerzan un tono deudor del dibujo animado —además del cómic— que redondean el producto. La estructura por episodios se adapta bien a la duración larga de la historia que sufre ese inconveniente insalvable en estos espectáculos totales cinematográficos: las canciones. Porque reconozcámoslo, si había un motivo que nos hacía un poco insoportables estas películas de niños eran esas interrupciones musicales que no funcionaban en muchas de ellas. No siempre, porque existen casos como El mago de Oz, Un mundo de fantasía e incluso este que nos ocupa, en varias ocasiones. La gracia de El extravagante doctor Dolittle es que la mayoría de las canciones entonadas por Rex Harrison son declamadas como si se tratara de un rap y la suspensión de la comedia no es tan abrupta como en otros films, dejando más libertad a las acciones y menos a las coreografías. Hasta una secuencia como la del circo consigue momentos brillantes desconectando del resto del metraje. O evoluciones al cine de aventuras y humor delirante como el de la isla flotante son magistrales.
Por desconocimiento no mencionaremos la serie de dibujos animados sobre este personaje. Treinta años después, a finales de los noventa, se hizo una nueva versión desarrollada en época contemporánea al igual que sus continuaciones para enriquecer a Eddie Murphy e imitadores y rellenar huecos de programación televisivos. En esta década se estrena otra versión que parece más oscura y trascendental artificialmente, aunque se vuelva al siglo XIX como época en la que transcurre la historia, con Robert Downey jr. como actor principal y unos efectos digitales superiores. En los dos casos se trata de producciones que dependen de la categoría estelar del protagonista y de la deriva inhumana de los avances en efectos especiales. Porque el Dolittle original solo mantiene su apellido como equivalente para sus nuevas versiones. Tampoco se podría hacer ahora una película como la de 1967 sin que las protectoras de animales persiguieran a sus responsables por el uso de fieras domesticadas a saber cómo. Ni desde un punto de vista actual por el papel en principio machista del único personaje femenino, aunque con matices en su arrojo y capacidad de hacer bien todo lo que no logran hacer sus compañeros masculinos. Al final los más animales seguimos siendo los humanos y si no que se lo digan al ensimismado héroe de esta historia: vegetariano, animalista y reacio a sus congéneres.