El cine de espionaje basado en la Guerra Fría explotó a principios de los 50 cuando Hollywood vio un filón en la taquilla en la explotación de un conflicto que estaría candente en las cuatro décadas posteriores. El cine británico no fue menos que su pariente anglosajón y también amasó bastantes productos salidos del horno del cine de intriga y espionaje más derivados hacia la acción (por ejemplo la saga 007 que tenía en la organización Spectra un espejo claro de la KGB soviética) y otros más raros y arriesgados que aprovechaban las bases argumentales del cine de espionaje para plasmar otras derivadas más apegadas a la psicología y al estudio de la condición humana.
A este segundo grupo pertenece esta El extraño caso del doctor Longman (curiosa traducción al castellano ideada seguramente por la semejanza que tiene el guión con la novela de Stevenson Jekyll y Hyde) dirigida con buen pulso y con su firmeza habitual por el gran Basil Dearden, uno de esos artesanos del cine de género británico que hizo de todo a lo largo de su carrera y siempre con un resultado más que digno. Nos encontramos ante una rareza que mezcla con bastante tino el drama social, el cine paranoico de espionaje, la ciencia ficción británica de los sesenta y ciertas dosis de intriga aunque este último ingrediente bastante contenido.
La película se divide en dos partes diferenciadas. Una primera que pivota someramente sobre los vértices del cine de intriga psicológica y de espionaje internacional a través de la historia de un investigador de la Universidad de Oxford simpatizante de izquierdas llamado Sharpey que repentinamente y sin que nadie se lo espere decide tirarse de un tren en marcha y suicidarse dejando como pista un fajo de billetes que parece le habrían sido entregados por agentes del bloque soviético para desvelar cierta información acerca de un extraño experimento que se está llevando a cabo en los laboratorios de la facultad donde imparte clases.
Sharpey estaba siendo investigado por el Mayor Hall, un oficial de los servicios secretos británicos, pues éstos parecían sospechar que el profesor había decidido traicionar a su país pasando información confidencial al bloque enemigo. Tras realizar las pesquisas oportunas Hall llegará hasta el doctor Longman (Dirk Bogarde), un joven colega de Sharpey que colaboró con el difunto en una serie de experimentos secretos relacionados con unas pruebas para determinar los efectos que un aislamiento extremo pueden acarrear a las personas sometidas a ello.
Longman rechazá de frente la acusación de traición que recae sobre su amigo y decidirá refutarla sometiéndose él mismo a la prueba de aislamiento dentro de un tanque de agua. Tras finalizar el ensayo Longman sufrirá un trauma psicológico que le convertirá en una especie de pelele sin voluntad ni alma, como si se le hubiera practicado un lavado de cerebro.
La segunda parte arrancará una vez que Longman finaliza el ensayo comentado. De este modo, para salvar la reputación de la facultad y del profesor suicidado, Hall y los compañeros de facultad de Longman decidirán demostrar que los experimentos realizados suponen una lobotomía capaz de arrebatar la voluntad a los conejillos de indias que pasaron por ese tanque fulminador de conciencias, y para ello someterán a Longman a una difícil treta: la supresión de cualquier signo de ese amor incondicional que el profesor profesa a su bella y embarazada esposa Oonagh Longman (Mary Ure) siendo ese amor la única creencia incorruptible de la que Longman puede ser despojado. ¿Renunciará Longman a ese amor inmaculado que es lo único que tiene en la vida o el experimento efectivamente conseguirá convertirle en un ser incapaz de amar?
En este segundo tramo la película virará su sentido desde una típica película de intriga y espionaje hacia una especie de drama psicológico con tintes de ciencia ficción en el que se señalará a Longman como un ser desalmado, corrupto, perturbado y sucio al que se le ha usurpado la conciencia, siendo su esposa la principal víctima del experimento al que se ha doblegado el protagonista de la trama. En este sentido, la cinta girará su forma y fondo hacia la lucha de Oonagh Longman por recuperar a su marido, siendo por tanto menos importante la subtrama de espionaje e intriga planteada en un principio.
Ello convierte a El extraño caso del doctor Longman en un bizarro potaje no apto para todos los paladares, pero igualmente se abre como un dulce muy interesante y llamativo para aquellos gustos interesados en ese cine de trincheras y oculto que decide huir de lo sencillo y por tanto prefiere revertir lo convencional para surtir un guiso de complejas texturas que debe ser saboreado con calma, paciencia y con una mente abierta a recibir una historia que prefiere las derivadas psicológicas y de estudio de la conducta humana que las versadas en la pura acción y adrenalina.
Para este difícil propósito es necesario contar con un reparto entregado, y Basil Dearden no pudo contar con mejor aliado que un Dirk Bogarde desatadísimo en su papel de idealista investigador que no duda en poner en peligro su estabilidad mental para demostrar la inocencia de su amigo, renunciando incluso a su más preciada riqueza: el amor de su mujer. Bogarde, que ya había trabajado con Dearden en la genial Víctima, se mueve en su salsa a través de los laberintos de un personaje resquebrajado psicológicamente (un terreno en el que el británico se movía como pez en el agua) siendo el Rey de la función planteada por el autor de Kartum.
Por tanto El extraño caso del doctor Longman se destapa como otro de esos productos repletos de clase y sapiencia elaborados con la artesanía habitual por un Basil Dearden ya convertido en uno de los realizadores de cine de género británico más prestigiosos de la época. Un filme que huye de la sencillez para inmiscuirse en un batiburrillo de géneros que habría podido caer en el pozo del más absurdo de los ridículos (por ejemplo la escena donde Bogarde vestido de buzo se mete en el tanque para experimentar el aislamiento contiene un par de escenas que bien podrían hacer saltar la risa como la de la erotización del deseo que sufre el protagonista que se salva del chasco gracias a ciertas pinceladas surrealistas que impregnan el cuadro de cierta tensión), pero que en manos de Dearden se alza como una obra compacta, potente e interesante que merece la pena ser rescatada.
Todo modo de amor al cine.