Nunca se han dejado de hacer comedias excelentes, aunque el tipo de humor pudiera evolucionar con el paso de los años y con los cambios en la mentalidad de la población, pero parece evidente que, actualmente, no abundan obras cómicas del ingenio chispeante y el verbo vertiginoso que facturaba Hollywood en los años 30 y 40 como si fueran rosquillas. Hoy recuperamos una de las menos conocidas, seguramente también una de las menos relevantes, sin por ello dejar de ser apreciable ni una firme representante del tipo de películas que acaparaban ese género en aquella época dorada: El escándalo del día, comedia modesta y eficaz firmada por Robert Z. Leonard, figura siempre relegada a los márgenes en la historia del cine, pero con el suficiente talento como para sacar adelante con solvencia cualquier encargo que se le adjudicara (recordemos su ácida visión del matrimonio en La divorciada).
La película reúne gran parte de las características que definían a la comedia romántica americana de aquellos años: un reparto enormemente carismático y atractivo, diálogos afilados y declamados a una velocidad mareante, un tono de ligereza que es reforzado por su escasa duración (la cinta que nos ocupa no pasa de los 75 minutos), un contexto marcado por la sofisticación de ambientes y personajes, y una trama que, sin jugar tan plenamente al equívoco y la confusión como en las ‹screwball comedies› más célebres, sí juega a forzar situaciones un tanto rocambolescas en busca de la carcajada del respetable.
No deja de ser curioso que este tipo de películas, popularizadas durante la Gran Depresión, se centrara exclusivamente en los círculos de la alta sociedad (si bien en su descripción solía abundar el trazo satírico), dejando al margen los problemas reales de la población. El escándalo del día no es una excepción: aunque se aluda de pasada al New Deal, es cine que versa sobre las cuitas (sobre sus vicios también, si se quiere) de gente adinerada, sobre fiestas de sociedad, lugares exclusivos, etc. Cine de evasión pura y dura que permitía al ciudadano desconectar de sus problemas cotidianos y soñar con otras vidas posibles, glamourosas e irreales. Quitando Al servicio de las damas y algunas de las sátiras memorables de Preston Sturges, era un poco la tónica habitual.
En el caso de esta comedia de Leonard (escrita por el coguionista de Ciudadano Kane, por cierto), se añade otro elemento de interés al cóctel romántico habitual: la mirada, más sardónica que ácida o vitriólica, al mundillo de la prensa, concretamente al periodismo centrado en la alta sociedad. Sin ser todo lo punzante que uno desearía, sí consigue reflejar con ironía el funcionamiento de la prensa rosa (y amarilla, mirándolo bien), en gran parte gracias al talento para la comedia de Clark Gable, que aquí está tan embaucador y delicioso como cabía esperar. No menos adorable resulta Constance Bennett, que, al margen de su innegable belleza, le da la réplica con no poco talento y convicción. Es una lástima que el toma y daca entre ambos no derive en algo más enérgico y encarnizado, como en otras comedias de guerra de sexos de aquellos años, aunque el resultado siga siendo disfrutable.
En definitiva, tenemos en esta peliculita olvidada por casi todos un muy apañado ejemplo de comedia leve y sofisticada, puesta en escena con eficacia y sin grandes alardes por Leonard, que avanza siempre en pantalla a un ritmo muy alto, por lo que resulta francamente difícil aburrirse, y que está recorrida por el ingenio de sus muy cuidados diálogos y por el buen hacer de sus dos protagonistas, sobre los que acaba recayendo casi todo el peso de la función. No conviene esperar nada equiparable a un Cukor, un Hawks o un LaCava, pero dentro de sus limitaciones es una obra simpática y divertida que merece la pena conocer.