Sin lugar a dudas la obra maestra de Alejandro Dumas, El conde de Montecristo, ha sido una de las novelas más adaptadas en la historia del cine desde sus más tiernos orígenes hasta nuestros días, dado que este fin de semana llega a las carteleras españolas una nueva versión de las aventuras de Edmundo Dantés. No me extraña, en absoluto, que un relato como éste haya sido tan atractivo para productores y cineastas puesto que lo contiene todo: romance, aventuras, acción, intriga, un relato histórico que abarca buena parte del siglo XIX francés y, cómo no, algo tan cinematográfico como son las historias de venganza. Puesto que El conde de Montecristo ha sido un claro referente al que acudir para una ingente cantidad de novelas, cómics y películas que apostaron por trenzar sus tramas en la narrativa de la venganza, siendo Dantés un claro ejemplo de ese pánfilo y honrado hombre que no ha roto nunca un plato convertido en un frío ángel vengador por obra y gracia de la envidia y de la traición de sus semejantes más cercanos.
Son muchas las películas que podríamos haber seleccionado como alternativa en este artículo. Para los que comparten mi generación, los nacidos a principios de los años 80, seguro que les vendrá a la memoria esa La venganza del conde de Montecristo de Kevin Reynolds con un Jim Caviezel preparando el camino como Edmundo Dantés para un segundo vía crucis padecido dos años después en La pasión de Cristo de Mel Gibson. También es mítica esa miniserie francesa protagonizada por un Gérard Depardieu desatado en uno de sus últimos trabajos memorables tras caer en una espiral de autodestrucción a lo largo el siglo XXI. Pues bien, he elegido la que para mí es la versión clásica de referencia, esto es, aquella que evoca mi nostalgia cada vez que escucho hablar de la novela en términos cinematográficos. Me refiero a la versión de 1934 dirigida por un artesano totalmente olvidado como Rowland V. Lee, cineasta especializado en cine de género que cuenta con un puñado de películas muy interesantes como El capitán Kidd o La torre de Londres, y que curiosamente dirigió en los años cuarenta un ‹exploit› de serie B se lo más singular titulado El hijo de Montecristo en un intento, apuesto a adivinar, de reverdecer esos viejos laureles alcanzados con su obra más popular, protagonista de esta reseña.
Un film que recuerdo haber visto de niño en aquellas tardes de fin de semana de principios de los noventa, cuando un canal como esa Antena 3 recién aterrizada al universo catódico español programaba cine clásico en sus tardes (me acuerdo de pelis como El halcón del mar, El temible burlón o El capitán de Castilla) en lugar de esos telefilmes de niñeras perturbadas y de mujeres/hombres con ganas de calzarse al marido/mujer de su vecina/vecino de enfrente que tanto aburren por repetitivos.
Puede parecer aventurado catalogar como cine maldito a una obra que hace unos años (no tantos, puesto que en los años 80 y en los 90 era habitual verla programada por la tele) era bastante popular y que en su momento fue un gran éxito de crítica y público. Pero como ha pasado con buena parte del cine de los años treinta filmado mayoritariamente en blanco y negro, esta El conde de Montecristo es cada vez más complicada de ver, siendo relegada al formato físico o, puesto que en una consulta rápida en el buscador no la he podido localizar editada ni en DVD ni en Blu-Ray, principalmente al mercado pirata, como homenaje a la pequeña subtrama piratesca que contiene el film.
La cinta es clara hija de su tiempo, y eso, para los amantes del cine clásico de la época dorada de Hollywood, es un punto muy a su favor. Entre sus principales virtudes se halla ese aura de artesanía que contienen buena parte de las grandes pelis de esa época, siendo un fantástico ejemplo de cómo resumir en poco menos de dos horas una obra tan extensa y excelsa como es la novela de Dumas yendo directamente al grano, sin perder nada de tiempo en las intrigas palaciegas y tampoco en la psicología de los personajes secundarios, centrándose el relato, tras una breve introducción que sirve como punto de partida y presentación de los personajes principales, en la acción directa derivada de la historia de venganza, y también romántica, que trazará Edmundo Dantés desde su cautiverio, y posterior fuga para convertirse en el Conde de Montecristo, contra los tres culpables que torcieron su destino y que gracias a sus tretas lograron alcanzar prestigio social (Villefort), dinero (Danglars) y amor (Mondego). Un Robert Donat que con su pericia y buen hacer habitual aprovechó la oportunidad para lucirse en uno de sus primeros papeles como actor protagonista. También hay que señalar el magnífico diseño de arte y un guion, firmado por el siempre eficaz Philip Dunne que, con las licencias propias de una superproducción de Hollywood, lleva a su terreno el laberíntico folletín de Dumas. Y es que, condensar en solo dos horas toda la trama no hubiera sido posible sin esas elipsis (que seguramente harán echarse las manos a la cabeza a muchos fans de la novela) y unas argucias de guion necesarias para dar ritmo y celeridad, y también hay que decirlo búsqueda de éxito comercial, a una peli filmada en los principios del cine sonoro, así como un final algo abrupto y peliculero que seguro extrañará igualmente a quien haya leído la novela.
A pesar de estas licencias, como he comentado muy propias del cine de Hollywood de principios de los años 30, en mi opinión El conde de Montecristo sigue conservando todo el encanto de ese primer cine sonoro que empezaba a desencorsetarse de la rigidez del cine mudo, merced a unos movimientos de cámara mucho más ágiles que los típicos planos fijos y planos/contraplanos del ‹silente›, asimismo un ritmo endiablado que se sustenta en elipsis y escenas no muy estiradas en el tiempo e igualmente una iniciática trama de venganza mezclada con piratas y falsas identidades que serán los esquemas más potenciados por un guion que igualmente derivará más, a partir de la segunda mitad del film, hacia los terrenos de un melodrama romántico de época que hacia la esfera de la acción de capa y espada.
Por tanto, esta El conde de Montecristo de 1934 sigue siendo un dulce muy recomendable, no solo por el hecho de jugar con la melancolía de los que la vimos siendo niños, sino como un producto muy de su época que ha envejecido muy bien, puesto que sigue siendo un relato muy entretenido cuyo metraje pasa en un abrir y cerrar de ojos manteniendo siempre la atención del espectador en ese juego de caída en desgracia y resurrección de un ángel vengador en busca de la justicia divina que los mortales, y también los dioses, osaron no ejercer. Una película en la que todo funciona con la precisión de un reloj suizo gracias a la maestría de su elenco artístico y técnico y que por tanto deja un más que grato sabor de boca, destacando sobremanera sus preciosistas decorados que engalanan esa grabación de estudio que se siente en cada fotograma, un ritmo frenético que nunca cae en divagaciones, unas interpretaciones llevadas a cabo con un oficio y un dominio escénico de antología y unas gotas de melodrama romántico y de intriga muy emocionantes y subyugantes. Y con esa fotografía en blanco y negro inmaculado que embellece y da sentido a la oscuridad que encierra una historia de perfidias y traiciones que, como toda superproducción del Hollywood clásico con claras ambiciones comerciales, solo puede acabar con un final feliz y justo para su desventurado protagonista.
Todo modo de amor al cine.