De noche, en las dependencias donde tiene su taller de relojería, el padrino despierta después de quedarse amodorrado sobre la mesa. Coge un papel, un lápiz y dibuja bocetos de un palacio habitado por una princesa, un soldado, un regimiento de húsares; escenarios lejanos o exóticos, mecanismos prodigiosos para que la fantasía se ponga en funcionamiento. Un sueño dentro de otro sueño, como el de su ahijada Clara que sufre una pesadilla en la que su hermano pequeño y un ratón la convierten en un ser monstruoso. Una cadena de ilusiones que narra la misma Clara de adulta, como si fuera ese cuento con el cascanueces vestido de cosaco que rompieron de niños.
En el año 1986 se adaptó esta versión de El Cascanueces después de numerosas obras previas en dibujos animados, films para televisión y grabaciones del ballet compuesto por Piotr Ilyich Tchaikovsky. En esta ocasión se unieron las dos fuerzas motrices de la historia, con la narración mediante breves interludios en off orquestados por la voz de Julie Harris, una actriz veterana que aportaba la base literaria del escritor alemán E.T.A. Hoffmann. Siempre fusionados por el desarrollo del ballet escenificado con la partitura del compositor ruso.
Una vez expuestas las dos columnas que sustentan la estructura del film, Nutcracker: the motion picture en su título original, se convierte en una película elaborada por sus departamentos técnicos y artísticos en el mejor de los sentidos. No se trata de un film de autor aunque su director sea Carroll Ballard, realizador con aura de leyenda por su filmografía de cintas enmarcadas en el ámbito del cine infantil o juvenil con trasfondo aventurero e iniciático, además de subtramas que apelan a la naturaleza y la ecología como aliadas. Seis largometrajes entre 1979 y 2005 de un cineasta que sigue vivo pero sin estar en activo. No se trata de un autor que intervenga en los guiones que traduce en imágenes, sino un profesional conocido por sus colaboraciones con las productoras Zootrope y la Disney Pictures, que se pone al servicio para coordinar a un grupo de creadores intachables en sus logros audiovisuales.
En el caso de El Cascanueces destaca el conjunto homogéneo de técnicos que comandan el equipo, destacando el nombre de Maurice Sendak como guionista y director artístico, un aspecto que se refleja en el diseño de personajes, muy parecido a las ilustraciones de su libro Donde viven los monstruos, particularmente en las figuras zoomorfas o el propio soldado que da forma al cascanueces. En el apartado fotográfico el mítico Stephen H. Burum aporta una textura cromática que potencia el vestuario, escenarios y atrezzo coloristas, capaz de sugerir estados de ánimo, vigilia, sueño, pesadilla, miedo o alegría. Los montadores, técnicos de sonido y resto de compañeros ponen sus conocimientos al servicio de una música universal que lleva siglos funcionando tan bien como la historia que la inspira, sin necesidad de remodelar el contexto dramático con el aspecto de una saga en ciernes como la que proponen Lasse Halström y Joe Johnston en la enésima revisión del argumento ideado por E.T.A. Hoffmann.
Mientras la producción de 2018 El Cascanueces y los cuatro reinos se presenta como un nicho posible para comercializar productos derivados, es decir, los objetivos habituales de la Disney, el film de 1986 tiene su razón de ser en la fascinación de sus propios artífices, tanto por el material literario de partida como del ballet que lo ha hecho inmortal. Así que la película es la traducción en pantalla de cine de una representación teatral mezclada con el espíritu fabuloso del relato. No es un musical porque tanto la coreografía de las danzas como la planificación en el rodaje y edición de las partes del ballet no responden a un sentido melódico ni rítmico que convivan como estructuras permeables. Tampoco se trata solo de videoclips ilustrativos. Carroll Ballard potencia la figura del artista, del creador como protagonista, personificado en el personaje doble del padrino y del pachá, los dos encarnados por el mismo actor y bailarín —Hugh Bigney—. Ambos roles dominan el mundo real y el onírico, con los juguetes que inventa en el primer caso y los bailes que presenta en el segundo. El espectáculo final juega con los parámetros de una función escolar en la forma, apoyado en un cuerpo de danza de bailarines expertos junto a la compañía infantil que participa en varios de los números. Una buena ocasión para comparar producciones similares en origen, de diferentes en resultados. La premeditación contemporánea frente a la naturalidad del pasado. Los beneficios por encima de la ilusión.