La alternativa | El camino (Ana Mariscal)

En estos últimos años en que se vuelve con profusión a las historias relacionadas con la adolescencia y su crecimiento personal e interior —eso que llaman en muchos sitios últimamente ‹coming of age›, con lo rico que es nuestro castellano—, acudo a un clásico español menos conocido sobre este tema. Está dirigido por Ana Mariscal —más popular por su faceta como actriz—, profesional que se reconoce cada vez más entre la cinefilia como realizadora. Su aportación al cine como guionista, productora y directora va obteniendo un eco considerable desde hace unos años por elementos como el libro colectivo en torno a su figura de la editorial Notorious, que destaca la obra de esta pionera en España, así como las iniciativas de difusión de la Filmoteca Española de esta película de referencia el 6 de octubre de 2021 (Día del Cine español) y la proyección de su obra en distintas sesiones con motivo del centenario de su nacimiento en 1923. Proyectos unidos al merecido reconocimiento internacional con la inclusión de El camino en Cannes Classics (2021), en versión restaurada y la presencia de su nombre en la serie Women make films (2018), de Mark Cousins. A pesar del silencio en relación a su obra en décadas anteriores, en 1994 fue galardonada con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, poco antes de fallecer.

Ser directora en España en las primeras décadas no era un cometido fácil. Directoras de las que se va hablando cada vez más como Elena Jordi, Helena Cortesina o Rosario Pi o la francesa Jeannes Roques (Musidora en Les vampires), representaron los primeros balbuceos en una industria con nula presencia femenina detrás de las cámaras. Las dificultades económicas, presiones o el comienzo de la Guerra civil truncaron estas carreras añadido a un sometimiento de la libertad de la mujer con el nacionalcatolicismo, arrinconándola a otras tareas en ámbitos reducidos y domésticos. En los tres últimos años el descubrimiento por parte de la Filmoteca española de María Forteza y su documental Mallorca, reescribe la historia en cuanto a la escasa pero interesante presencia femenina cinematográfica en nuestro país. Factor extrapolable a la historiografía general del cine que, como he comentado en otras ocasiones, necesita una reescritura urgente que rellene los vacíos en cuanto a la aportación femenina desde que el cine es cine y que ha sido silenciada o ignorada.

Se dice que Ana Mariscal fue la primera productora de cine en nuestro país, pero ya se iniciaron en ello las citadas Elena Jordi o Helena Cortesina, aunque sin una continuidad que lo hiciera relevante. También la actriz y directora Margarita Alexandre montaría su productora (destaco el tema de la producción, algo impensable en esos años de dictadura española), una coetánea de Mariscal, también por reconocer. Luego vendrían más directoras que estudiaron en la EOC como Josefina Molina, Cecilia Bartolomé o Pilar Miró que abrirían puertas a las numerosas que existen en la actualidad. Pero el caso de Ana Mariscal es meritorio por varias razones y por gozar de una trayectoria más o menos amplia en la producción con numerosas películas en su haber, algo inusitado hasta entonces. Comenzar siendo un símbolo del franquismo formando parte de Raza (1942) —escrita por el mismo Franco bajo seudónimo—, la colocaba en una posición difícil cuando después se propuso ampliar sus miras en la industria creando la Bosco Films con su marido y caminar a contrapelo con su ópera prima, Segundo López, aventurero urbano (1953), sufriendo la censura. No agradó su aire vinculado al neorrealismo italiano y su retrato, entre cómico y realista, del Madrid de posguerra que sobrevivía como podía entre la emigración producto del éxodo rural, escasez y mucha hambre. Así, sería calificada para no ser apenas distribuida y su repercusión entre el público sería minoritaria, en unos años en que el Ministerio de Información y Turismo vigilaba de cerca la producción española para amoldarla a los valores del franquismo.

Posteriormente se atrevería a dirigir y producir Con la vida hicieron fuego (1959), destinada a hablar de la reconciliación de las dos Españas, algo meritorio, pero que se queda en un intento ligero en unos años difíciles para abordar aún ese tema. Pasaría por productos más convencionales y del gusto del régimen como musicales y La quiniela (1960), donde intentaba introducir un costumbrismo en el que se reflejaran las miserias de una sociedad sometida a la dictadura y sus penurias económicas, pero sin profundizar y en clave de comedia. Y llegaría la adaptación de El camino (1963), la famosa novela de Miguel Delibes, de la que quince años después Josefina Molina haría una miniserie. Primera de las varias del escritor que se adaptaron en el cine español y que tantos éxitos cosecharon. Una relajación en la censura en ese año permitió la salida de otro cine más novedoso y al que se permitía una cierta crítica, flexibilizando las temáticas y los planteamientos algo más incisivos. En ese contexto menos riguroso surgió esta película en el que se condecía la presencia más real de problemas sociales (con la censura vigilante), aunque otros seguían siendo intocables en cuanto a instituciones o la dictadura.

El camino está considerada como la mejor película de Ana Mariscal, aunque, particularmente la que más me gusta es su ópera prima. Guarda diferencias en la adaptación escrita por ella misma junto a José Zamit, cambiando la temporalidad, eliminando algunos personajes y pasajes dramáticos. Sin embargo, conserva la descripción naturalista del relato, aunque la genuina está contextualizada en la posguerra. El viaje iniciático del protagonista (Daniel, el ‘Mochuelo’) cobra forma visual en un pueblo castellano sin definir (el pueblo donde veraneaba Delibes seguramente) con esas calles empedradas, ventanucos, el río y una naturaleza que les influye considerablemente sin saberlo. La puesta en escena es sobria, no demasiado estudiada, ni cargada, aportando esa sencillez que necesita el relato. El protagonista sufre por su inminente partida a la ciudad para estudiar y evitar terminar siendo un quesero como su padre, tema recurrente en la filmografía de Mariscal y de la época, testimonio de una sociedad rural sin expectativas y que languidecía económicamente. Una generación maltratada que buscaba denodadamente que sus hijos tuvieran otra oportunidad arrancándolos de su entorno, como le pasaba a Daniel. Sus amigos representan la infancia de esos años entre miseria, ignorancia de su situación y una supervivencia entre la naturaleza que vinculan al conocimiento de su vida en datos que no aporta la escuela, si es que pueden ir.

Daniel prefiere su pequeño pueblo, sus travesuras con amigos, pero ya distingue clases sociales enamorándose en la distancia de la hija del indiano que regresó rico. No le agradan las pieles curtidas por el sol rural, sino el cutis cuidado de la chica veinteañera con aires de ciudad. Es consciente de que hay otros mundos por explorar, relegando e ignorando a la delicada niña que le persigue cada día. Dos mundos confrontados, los del presente y futuro de Daniel y los de esa España rural y urbana tan distantes y tan unidos a la vez. La película es un retrato costumbrista de los sesenta analizando diferentes arquetipos de la época (la solterona, la vieja metomentodo, el cura, la atrevida, los gañanes, el rico…), pero su realismo no está exento de sentido del humor y cuidado de los personajes con ternura.

Hay crítica en cuanto a la censura moral y sobre escenas del recién llegado cine al pueblo. Ese personaje que se dedica a espiar a los jóvenes en el bosque (figura real que colaboraba con el Patronato de Protección de la Mujer para captar chicas descarriadas) o que crea una comisión censora más estricta que el mismo cura son los elementos más ácidos de la película, aunque estén representados bajo un prisma cómico. Niños que definen, en un diálogo delicioso, que «progresar es trabajar menos que tu padre y ganar más».

Aunque sea renunciando a los momentos genuinos que brindaban la vida sana de los pueblos. El correr por las calles, coger animales, competir por ver “quién es más hombre”, enamorarse por primera vez, la amistad infantil de verdad, bañarse en el río, jugar en el bosque. Momentos que permanecerán en la memoria de los que emigran con amargura a las deshumanizadas y frías ciudades. Emigración tratada de forma más sórdida en películas como Surcos (1951), de Nieves Conde.

Pero también momentos crudos y el enfrentamiento por primera vez a la muerte. Experimentar un crecimiento vital que te cambia para siempre, envejecer con piel de niño por la mala suerte, sin esperar que eso también puede ocurrir en la infancia. Daniel madura ese verano, pierde la ingenuidad, se hace casi un hombre antes de partir, ya es otro. Su infancia ya es pasado, ya es memoria, añoranza de tiempos mejores que jamás volverán. Daniel es la historia de ese pequeño pueblo, de Delibes, de toda una generación. Un espíritu de la novela hecho imagen al que, a pesar de haber estado en el rodaje el escritor (hay fotos del momento), se ve que no terminó de convencer. En palabras de la directora: «Miguel Delibes no escribió El camino sólo con las palabras, como yo no filmé la película sólo con las imágenes. La literatura, el cine, se hacen con el espíritu. Por muy fiel que, por admiración, yo quisiera ser, ni su espíritu es el mío, ni el mío suyo. Por eso debió sentirse traicionado y a mí se me hizo gozosa la traición. Yo había logrado mi interpretación. Él había perdido la suya. Después, se había acostumbrado. Y algunas traiciones adornadas con el éxito se hacen más llevaderas».

El camino obtuvo buenas críticas, pero no fue suficiente para encumbrar la carrera cinematográfica de Ana Mariscal. Mujer inquieta, valiente, muy intelectual, representó a esas pioneras del cine que se encontraron un mundo con más obstáculos que los hombres y que siguieron intentándolo, creando por ellas mismas y luchando. Desenvolviéndose en contextos masculinos en solitario, hecho insólito en esos años en nuestro país. Afortunadamente, poco a poco se va restableciendo ese vacío que ensombrece la obra femenina.

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