Pese a ser un género que se adapta con facilidad a cualquier tipo de contexto histórico, geográfico y social, no abundan las películas de terror que decidan situarse en un paisaje inequívocamente bélico, no se sabe si por constituir éste un género demasiado definido y acotado como para dejarse permear por otros registros, o si es precisamente su carácter esencialmente violento, su bascular en torno a la locura y la muerte, lo que hace redundante incidir en otro tipo de amenazas que no sean aquellas inherentes a la propia guerra, esto es, la necesidad de supervivencia en un entorno regido por una ley muy simple: matar o morir. Ciertamente, cuesta imaginar una estampa más definitoria del horror que la que ofreció Steven Spielberg en la secuencia del desembarco de Normandía en Salvar al soldado Ryan, por no hablar de las incursiones en la locura de otros títulos de mayor impronta psicológica (de la alucinatoria Uno Rojo: División de Choque a la perturbadora La Chaqueta Metálica). Sin embargo, sí han surgido excepciones en las que un escenario de guerra se ensombrecía bajo otro tipo de amenaza, incursionando sin asomo de duda en el clásico terreno del terror. En casos así, el mismo viene determinado por lo desconocido, que es y ha sido siempre la base de este género.
Quizás el germen de esta mixtura fascinante entre ambos se encuentre en Depredador, de John Mctiernan, cinta de acción y ciencia-ficción en la que unos soldados embarcados en una misión en plena selva centroamericana se daban de bruces con un enemigo cuya indefinible naturaleza inyectaba las requeridas dosis de terror a lo que de otro modo sería un entretenimiento testosterónico al uso. De ese influyente esquema (un grupo reducido de soldados enfrentados a una situación que sobrepasa su entendimiento) han surgido las pocas cintas que se han animado a combinar el terror y el cine de guerra, aportando cada una sus respectivas marcas de personalidad y enfocándose, según se diera el caso, más en una vertiente lúdica y sangrienta o más en otra psicológica e introspectiva. Así, obras como Dog Soldiers, El páramo, Deathwatch, Below o la película que hoy nos ocupa, El búnker, han contribuido a dar un barniz de distinción a un género por lo general rico e inabarcable, pese a que sus cultores se empeñen con demasiada frecuencia en abordarlo desde el gusto por el refrito, el homenaje y el lugar común.
En el caso de la película de Steve Barker se añade además un elemento interesante, por cuanto conecta tanto con una pequeña parcela del cine de terror orientada a la explotación de la imaginería nazi (de Shock Waves a Zombies nazis, pasando por ‹nazisploitations› tipo Ilsa y similares, en las que el terror se atemperaba con erotismo), como con una exploración de esa leyenda negra que asocia una querencia por el ocultismo, la magia negra y la experimentación científica delirante a los nazis que intentaban revertir los efectos de una contienda mundial que los empujaba sin freno hacia la derrota, así como perpetuar la idea troncal del superhombre nietzscheano tan arraigada en su filosofía. En la historia que nos ocupa se dan la mano, por tanto, el genuino survival al estilo Depredador, esta vez reducido a los claustrofóbicos márgenes de un búnker sito en un punto indeterminado de los Balcanes, y una incursión imaginativa (aunque finalmente desaprovechada) en los terrenos de la ciencia demente, con referencias explícitas a Einstein, la física cuántica y el experimento Filadelfia.
Todo esto, que sobre el papel suena tan apetecible, por desgracia cristaliza en una película mustia e irregular, que funciona moderadamente bien en sus pequeñas acometidas de violencia sangrienta (esa cabeza aplastada contra la pared) y en la gestación de un clima ominoso que se puntea con algunas escenas verdaderamente logradas e inquietantes (aquella en la que un soldado se adentra en la sala donde están depositados los cadáveres, con un uso sugerente e inquietante de la profundidad de campo). Sin embargo, el grado de inspiración de Barker es demasiado intermitente: el viaje, en su conjunto, resulta rutinario, errático en su ritmo, y muy dado a refugiarse en estampas cuyo carácter presuntamente aterrador acaba derivando en la monotonía y lo risible. Su pobre guion, que bordea el ridículo, y su estética apagada (cortesía de la fotografía de Gavin Struthers), terminan por echar por tierra el potencial de una película cuya apasionante premisa (que dio pie a una secuela que aún no he visto) permite al menos fantasear con un híbrido de cine bélico en el que fantasmas, zombies y mad doctors se dan la mano. A los aficionados a las rarezas terroríficas y a la explotación de lo nazi aplicado al terror debería bastarles: pese a su intrascendencia, podemos decir que El búnker cumple con lo básico y tiene sus momentos. Que cada cual juzgue si eso es suficiente o no.