A pesar de su título y de la querencia de su director, Mark Robson, por el género de terror (al menos en esta su primera etapa) todo hacía pensar que esta El barco fantasma sería una de esas historias sobrenaturales en alta mar, con ambientes húmedos, botes a la deriva y venganzas de ultratumba. Por ello puede resultar una pequeña decepción inmediata la materia a abordar y desarrollo aunque a posteriori, una vez asumida la temática del film, estamos ante algo cercano a una mezcla entre el drama y el thriller, con especial incidencia en lo psicológico sin dejar de lado cierta truculencia teniendo en cuenta los estándares de la época.
Dentro de lo que la RKO ofrecía en cuento a género (visto en perspectiva, casi como si fuera un A24 de ese momento) incluso esta podría ser considerada una obra menor, con escaso presupuesto y actores poco conocidos. Por ello Robson tira de ambientes reducidos, la fotografía expresionista y mucho diálogo para una película con claro aire “hitckcockiano” en cuanto al análisis moral y de comportamiento de sus personajes. No tanto, sin embargo, en lo que se refiere al suspense o a la resolución de los leves enigmas desplegados.
De hecho El barco fantasma descubre sus cartas de inmediato. Partiendo de un pequeño misterio inicial, con su incógnita sobrenatural sobrevolando en el ambiente, pronto pasa ser un ‹whodunnit› igualmente breve para centrarse en lo que le importa al director. El dibujo de un ‹psycho-killer›, aunque en la época ese terminología no era ni tan siquiera conocida, obsesionado por la relaciones de poder y por el control de sus subordinados. Con estos mimbres, asistimos a una lucha entre sus protagonistas donde no solo está la cuestión del asesinato, sino donde sobresalen conceptos como la lealtad y el respeto y su confusión por la obediencia ciega a la jerarquía.
Puede que toda esta exposición quede lastrada por un trazo bastante maniqueo de los contendientes. Demasiado rápidamente hay posiciones claras y enfrentadas y no hay siquiera una evolución demasiado profunda en ellos. Ni tan siquiera un trasfondo que explique sus motivaciones o sus traumas que justifiquen esos comportamientos. Esto, que puede parecer negativo, en realidad es más producto de la “necesidad” de ir al grano y de focalizar rápidamente el núcleo del conflicto. Es decir, Robson hace de la necesidad virtud sabiendo concentrar en su ajustado metraje las claves principales de la historia.
Con todo ello es evidente que no estamos ante una película excesivamente profunda, pero tampoco resulta un ‹pulp› con pretensiones que acaba cayendo por la pendiente de lo pretencioso para terminar siendo grotesco. Básicamente, los conflictos están bien resueltos, pone de manifiesto la naturaleza dual de los individuos, no ofrece juicios éticos dejando la puerta abierta a la reflexión del espectador, y cuestiona de forma eficaz conceptos como la autoridad jerárquica. De hecho puede funcionar perfectamente como metáfora de cómo alguien con uniforme y autoridad pero sin moral ni autoestima puede generar grandes desastres. Puede que sea de forma involuntaria, pero anticipa el concepto de la banalidad del mal de Rendt y pone de manifiesto la cita de Burke (aunque es de dudosa procedencia) de que para que triunfe el mal solo es necesario que los buenos no hagan nada.