El pelotazo comercial y de crítica que supuso para el cine de Hollywood el estreno de En busca del arca perdida a principios de los ochenta supuso el auge de una serie de producciones que trataban de aprovechar con menor o mayor acierto el camino marcado por ese arqueólogo un tanto “friqui” interpretado por Harrison Ford llamado Indiana Jones.
No sólo mediante diversas secuelas dirigidas por el propio Spielberg, sino asimismo por medio de toda una gama de películas que contenían en su espíritu un claro homenaje, cuando no plagio, a esas aventuras exóticas que a su vez suponían un ejercicio de nostalgia de ese cine aventurero de serie B producido en los años 50. De hecho, bastantes críticos y cinéfilos identifican al Charlton Heston de El secreto de los Incas como el primer Indiana del séptimo arte estadounidense.
Algunos de estos tributos también obtuvieron un enorme éxito y por ello continúan cobijando el cariño de varias generaciones de espectadores como por ejemplo Tras el corazón verde o esa copia descarada y cachonda ‹made in› Cannon Films con un Richard Chamberlain desatado tras quitarse la sotana de El pájaro espino que fue Las minas del Rey Salomón. Otras, en cambio, fueron algo más chusqueras y psicotrónicas como la inclasificable y tremenda El tesoro de las cuatro coronas, la oculta Los aventureros del tesoro perdido o la chamarilera Jake Speed. La aventura de África.
Entre la excelencia y la serie Z también emergieron algunos productos más que majos como esta El arca del Dios del Sol dirigida en 1984 por el artesano del cine de género italiano Antonio Margheriti (A.K.A. Anthony Dawson o Anthony Daisies).
Lo primero que llama la atención de un film como este es su estupenda manufactura técnica, punto que denota que tras las cámaras se encontraba un auténtico especialista como Margheriti, un tipo que con cuatro perras conseguía cocinar unos dulces muy elaborados en los que no se apreciaban para nada la escasez de medios disponibles para su horneado gracias a un dominio de todos los aspectos técnicos vinculados al arte cinematográfico.
En este sentido, El arca del Dios del Sol se destapa como una de esas películas de sobremesa con las que muchos de mi generación cultivamos nuestro amor al cine. Poseedora de un montaje trepidante que apenas de respiro caminando siempre hacia adelante merced un guion que no se enreda dando vueltas sin sentido para alargar el metraje prefiriendo ir directamente al grano para no despistar al espectador. Igualmente dueña de unas localizaciones magníficas gracias a los exóticos escenarios de una Turquía pretérita y fascinante. Edificando unas secuencias de acción de envergadura que nunca se observan cutres ni famélicas pues Margheriti, consciente de la ausencia de dinero, no trata en ningún momento de adornar con florituras el diseño de las escenas, eligiendo siempre una foto concreta, justa, meditada y consecuente, empalmando con diferentes perspectivas unos tiroteos y persecuciones dignos de estudio en las mejores escuelas de cinematografía.
También es muy loable la elección de un elenco de actores, que cumple a la perfección con su cometido regalando al personal unas actuaciones idóneas y carismáticas para un producto meramente comercial y de explotación como es este. Entre ellos destacan el neozelandés David Warbeck (recordado sobre todo por la obra maestra de Fulci, El más allá), el siempre inquietante John Steiner, la belleza Susie Sudlow y los siempre entrañables Ricardo Palacios y Luciano Pigozzi.
Me sorprendió un tipo como Warbeck quien derrite un don que recuerda, como indicaban los carteles publicitarios en el estreno de la cinta, a una especie de Indiana Jones mezclado con la picaresca erótica de James Bond, dando rostro a un ladrón de guante blanco que es contratado para robar una reliquia de gran valor que resultará ser una especie de llave para poder llegar el cetro del Dios del Sol, un vestigio sagrado que además de estar fabricado en oro y esmeraldas esconde un turbio secreto anhelado tanto por un millonario británico como por una secta de seguidores de Dios Gilgamesh que tratarán por todos los medios llegar los primeros al Templo sito en unas recónditas montañas donde se esconde este amuleto para así desentrañar los ocultos poderes del cetro que darían a su poseedor la capacidad de dominar el mundo.
De este modo, seremos testigos de toda una serie de enredos y giros que culminarán con la esperada llegada de nuestro héroe, acompañado de un comerciante de antigüedades y de un antiguo colaborador de un arqueólogo alemán que fracasó en su intento de hacerse con el cetro, al templo del Dios Sol acompañados de un peligro acechante y latente representado en la persona del jefe de la secta del Dios Gilgamesh y sus compinches, quienes pondrán todas las trampas y trabas posibles para impedir que el trío cumpla con su cometido.
Margheriti rematará su obra con un tramo final de media hora sencillamente espectacular y repleto de adrenalina que recuerda en su atmósfera infernal a cintas de la edad de oro del cine de género italiano como ese Hércules en el centro de la Tierra, que también desprendía ese tono demoníaco y tenebroso con un presupuesto tan efímero como el de la cinta protagonista de esta reseña.
Aquí, como en las pelis de Indiana, también encontraremos bichos repelentes, esqueletos recubiertos de telas de araña, persecuciones —en este caso automovilísticas—, tiroteos y secuencias de acción trepidantes, engaños y tretas que iremos descubriendo con el discurrir de la trama, ratoneras anti-cacos que ya quisieran para sí los ingenieros de Securitas Direct, explosiones, derrumbamientos y espectaculares tomas que para nada tienen que envidiar a las de cualquier cinta de acción de Hollywood. Todo ello regado con ese sentido del humor ‹made in Italy› que tan buenos resultados obtuvo en el pasado y con el que lograron conquistar los mercados más diversos imitando sin rubor alguno los pelotazos “hollwoodienses” de la época.
Todo lo comentado convierte a El arca del Dios del Sol en una de esas películas encantadoras del cine de acción de explotación europeo surgidos al amparo de los taquillazos de Hollywood que tanto nos hizo disfrutar a los cinéfilos de mi generación. Una cinta que bajo la dirección de un sabio veterano como Antonio Margheriti se eleva como un producto muy digno y entretenido —de esas películas que pasan en un suspiro merced a una narración ágil y vibrante—, muy agradable de ver y embaucador que deleita por su total falta de pretensiones, siendo su principal aspiración la de convertirse en un vehículo de entretenimiento muy bien hecho y ejecutado con el que pasar un buen rato en cualquier calurosa tarde de verano. Una de esas películas por las que no pasa el tiempo, pues están tejidas a través de una sapiencia y artesanía que no engaña a nadie con artificios y fuegos artificiales, esto es, técnica y cine en estado puro.
Todo modo de amor al cine.