Cualquier tentación del diablo obra en favor de la pérdida de la noción de tiempo y realidad. Nos encontramos en una etapa del año donde se le da un peso mayor al pecado y la carne para todas aquellas zonas donde el cristianismo es primario. Es entonces el momento de renovar la visión del bien y del mal acechando al hombre de a pie para truncar o afianzar su sentido de fe y esperanza. Todo un universo completo que vaga por el interior del personaje y nos lleva a perpetrar la intimidad y las dudas que sus creencias más arraigadas le provocan.
Así llegamos a la tentación hecha mujer que propone Marco Bellocchio con su La visione del Sabba, traducida como Aquelarre que proponiendo algo muy literal: el diablo parte de los actos de una bruja. Bellocchio difumina su relato para trasladarse a un punto donde tiempo y espacio pierden su significado.
Desde un inicio el director acerca la época en que brujas eran arrastradas, probadas y quemadas para autentificar su pureza a la actualidad, mostrando desde el personaje de Béatrice Dalle (aquí con un aspecto menos intimidatorio, pero sin perder la furia de su mirada) ambos escenarios, siendo ella el centro de atención, la sugestión que desviará del camino al hombre. Sobre esas líneas de tiempo desdibujadas nos encontramos a su personaje mudo ante las tropelías inquisitorias, con un tono físico pero distante de las miras de la cámara, en contraposición a la actualidad, donde simplemente es una persona considerada como perturbada a la que se debe diagnosticar un estado mental.
El elegido para tal labor es un joven psiquiatra, que representa la belleza y un despertar anacrónico. Bellocchio aprovecha la naturaleza de bailarín de Daniel Ezralow para dotar de una pomposa jerarquía de movimientos en algunas de las escenas, casi ensoñaciones, que vive el psiquiatra, pero oculta su rostro, incluso le saca del plano cuando es una mujer la que propone la réplica, la que intenta dominar sus acciones (escasas cabe decir) para atraerle a una vida familiar ya conocida o a un mundo de locura y hechizo todavía por descubrir.
Por tanto el diablo se persona en la mujer, cualquier mujer que cruza la realidad y distorsión del elegido y se convierte en una tentación carnal, palpable. No es casual que las formas del cuerpo de las elegidas sean tan torneadas y voluptuosas, pues reclaman la naturaleza más marcada como esencia del pecado. En ocasiones la película se centra en escenas más próximas a una performance de danza, recreando ese tour de force contra lo prohibido, que por momentos parece una llamada que aceptar inevitablemente, fusionando cuerpos como si de un ritual (uno de los que disfrutaría cualquier demonio que se precie) se tratara.
Aunque parezca intencionado centrarse en el psiquiatra, todas los calles de ese pueblo le obligan a realizar una misma parada, una bruja que tiene una misión que se ha difuminado en el tiempo, y cuando parece que El aquelarre se estanca, recurre a ella para mostrar una tortura o un deseo con el que el joven destroza la temporalidad como si de un voyeur se tratara.
La película recorre todo tipo de símbolos que vulnera a favor de la pasión y la intriga, ya sea una alianza de boda (y toda la magnitud que esta encierra) o una reunión de expertos que se asemeja a un juicio de brujería pese al escepticismo de los implicados. Así logra atrapar la esencia de la historia y sus errores en un entorno social, además de acercarnos a lo oculto y lo complejo que resulta dejar pasar esa irremediable atracción por el mal, pero Bellocchio no desea dejar de lado su estilo y fideliza el arte con sus formas más puras. ¿Podrá el hombre ignorar todas esas señales que le incitan a unir su cuerpo al mal? Solo El aquelarre tiene la respuesta.