El Boxeo es terreno abonado para la épica, para la narración del sufrimiento. Ya no se trata tan solo del factor físico, del castigo corporal y sus consecuencias, sino que se traslada metafóricamente la lucha en el cuadrilátero a las circunstancias vitales de sus protagonistas. El boxeo no es pues un deporte, es una vía de escape para una clase obrera depauperada y miserable. Cada puñetazo significa una venganza contra la sociedad, contra los traumas, contra la miseria propia.
No obstante es fácil que un relato proclive al diagnóstico social acaba convertido en mera fanfarria, en fuegos de artificio neoliberales donde lo individual prima sobre la consciencia de clase. Es cuando el film pugilístico se pasa de ser denuncia a ser mera propaganda falaz de las oportunidades que da el sistema si uno se esfuerza lo suficiente.
Un discurso que, es evidente, en tiempos de Marcel Carné todavía no había caldo, o al menos no con las palabras con las que se definen actualmente, pero que, de alguna manera, el director francés intenta evitar a toda costa. La épica es el elemento ausente, aunque para ser justos, tampoco hay una estrategia discursiva de denuncia social exhuberante. Carné hace lo que mejor sabe, poner la cámara y capturar momentos de realidad de la mera más cálida y a la vez más distante posible, buscando siempre la lateralidad del asunto principal, consciente de que es en el detalle donde se encuentran las piezas que otorgan veracidad al conjunto.
L’air de Paris es pues una película sobre boxeadores en tiempo pasado, y en tiempo presente. Una historia que nos habla de traumas y fracasos, de proyecciones hacia el “yo” más joven que expíen de alguna manera un pasado que fue ilusionante y que ahora nos es más que una losa emocional. En esta relación entre mentor y alumno (algo pigmalionesca) no faltan también los apuntes acerca de la homosexualidad (aunque Carrné hablaría de homosensualidad) de dicha relación. Hay una predilección por contrastar la madurez del entrenador (Jean Gabin), con su melancólica esperanza y su tristeza matronal con el ímpetu del joven alumno (Roland Lessafre), su rabia y su despliegue físico.
Apenas vislumbramos boxeo en el film. Apenas un combate, rodado eso sí en tiempo real, y con un dinamismo vibrante. La lucha está entre los deseos del joven de triunfar socialmente, de irse con una mujer de una clase superior, o de escuchar a su maestro y seguir una vía prometida de triunfo que nunca llega a ser (solo veladamente) plasmada explícitamente. Es la lucha entre el amor carnal y el platonismo, y todo revestido de un aura romántica que, lejos de alejar la verosimilitud de los hechos, profundiza a nivel emocional en las psiques de sus protagonistas.
El amor pues es una de las claves que definen L’air de Paris y la alejan del arquetipo de cine de boxeo. Aunque las piezas están dispuestas en modo de cliché, Carné compone un conjunto delicado que bucea en la intrahistoria del género. No hay fanfarrias, ni grandes triunfos o derrotas, solo las dudas de la juventud y las frustraciones de la madurez enmarcadas en un romanticismo que no idealiza sino que más bien se limita a encuadrar, definir y matizar un encuentro, un (sub)mundo, una manera de ver la vida.