Lawrence Jameson es un pariente lejano de la realeza británica que viaja por diversos países europeos. De buena clase, mejor fachada y modales exquisitos, alterna con mujeres adineradas que suelen proporcionarle joyas o regalos similares. Freddy Benson es un soldado norteamericano cuya mayor preocupación es acaparar dinero para las costosas operaciones de su abuela, nacida en Alemania, según le dice a una mujer que vive en la misma casa que nació la anciana. Es evidente que tanto el caballero inglés como el impulsivo yanqui suelen mentir más que hablar. Son dos estafadores con buenas maneras que roban a mujeres ricas. Casualmente los dos ladrones coinciden en el tren después de que Freddy haya sido liberado de la cárcel. Tras conocerse, sus destinos se cruzarán en la Costa Azul, lugar donde reside el británico. Allí comenzarán nuevas misiones en las que Lawrence será mentor de un discípulo que amenaza con superarlo en sus delitos. Al menos hasta la aparición de Janet Walker, joven heredera de una multinacional.
Dos largometrajes conforman la breve filmografía del director Ralph Levy. El segundo, con Doris Day y Rod Taylor, se tituló Por favor, no molesten. Dos seductores era su primera comedia cinematográfica tras dos décadas como realizador de televisión en series como Te quiero, Lucy o El programa de Jack Benny. Las tablas catódicas no aportaron demasiado lustre al empaque que —se suponía— debían tener las producciones de la Universal después de otras comedias del estudio como fueron Operación Pacífico o Confidencias a medianoche. La personalidad de Blake Edwards y Delbert Mann, responsables de aquellos films, podría haberse solucionado por la fuerza de un guión modélico a cargo de Stanley Saphiro con Paul Henning. Sin embargo no se trataba de un libreto fluido, muy moroso en una larga presentación de los personajes principales que no comparten plano hasta que transcurre casi media hora del metraje. Tampoco ayudaba el carácter de los dos tramposos, francamente antipáticos por no tratarse de pícaros al uso, sino más bien de un chulo torpe en el rol de Freddy. O el veterano donjuán que resulta ser el inglés Lawrence. Esta falta de conflictos en la historia se mantiene hasta que la película ha superado la primera hora, a punto de comenzar su tercio final. ¿Otro obstáculo? Tal vez, aunque con los desarrollos planos, Howard Hawks y sus guionistas lograban diversiones como las de Me siento rejuvenecer o La novia era él, trabajos que estiraban sus puntos de partida repitiéndolos aunque con variaciones, intensificando el nivel de la comedia desde el guiño intelectual hasta las astracanadas físicas del cine mudo.
Las dos —tal vez tres— escenas más graciosas de Dos seductores dependen del humor físico, en contraste con los diálogos irónicos de los personajes. En todas aparecen David Niven y Shirley Jones, auténticos comediantes. En ninguna de ellas se echa de menos, aunque figure, a Marlon Brando, así que siendo justos, cabe preguntarse después de los fallos palpables del original, ¿cómo es posible rodar una versión nueva casi un cuarto de siglo más tarde, en 1988, protagonizada por Steve Martin y Michael Caine? Y también ¿por qué se ha repetido en 2019, cincuenta y cinco años después, la más reciente? Respuestas comerciales aparte en el caso de la segunda, con el actor Steve Martin en la cumbre de su popularidad. Soluciones avariciosas en la actual, encabezada por Anne Hathaway y Rebel Wilson como las Timadoras compulsivas a las que alude. El remake de los años ochenta lo llevó a cabo Frank Oz, quizás el mejor de los tres directores, con la traducción libre de Un par de seductores, en lugar del original más afilado —Dirty Rotten Scoundrels, o en castellano, Sucios sinvergüenzas—. El más reciente lo dirige Chris Addison, versado en telecomedias, apoyado por el indudable carisma de sus dos actrices principales, titulándolo en esta ocasión The Hustle (El ajetreo). Salvando la distancia entre el jazz, género musical en el que las variaciones, improvisaciones y reinterpretaciones sobre algún tema musical antiguo, resultan enriquecedoras, las revisiones sobre un film que ya era deficiente en su primera versión, se antojan caprichosas. Con la poca gracia añadida de haber cambiado el sexo de los personajes medio siglo y un lustro después. Todavía queda por saber si en futuras aproximaciones al flojo guión de Dos seductores, los personajes se reencarnarán en mascotas domésticas, robots o —qué sé yo— superhéroes. Pero se realicen o no dichos sueños para algunos productores —o pesadillas para otros espectadores— que consten aquí los elementos más destacables de la cinta dirigida por Ralph Levy.
Como en muchas obras de los sesenta, lo mejor son los títulos de crédito iniciales, superpuestos a un colorido libro infantil en relieve que justifica uno de los pocos aciertos: el título Bedtime Story, ese cuento antes de dormir con las víctimas seducidas, que es pura dinamita para definir el carácter de troleros ejemplificado por los dos estafadores. También destaca una partitura festiva que recuerda demasiado a la banda sonora de Mi tío, de Jacques Tati. La caducidad visual por el uso de cartón piedra en decorados, las transparencias y retroproyecciones que manifestaban el cansancio de un cine demasiado artificial entonces. Y por supuesto la constatación de que Marlon Brando era un buen actor dramático, pero un deficiente cómico, más pendiente del desembolso de la Pennebaker Productions —su propia compañía productora— que de mantener el tipo. Gracias a su interpretación las apariciones de David Niven o Shirley Jones resultan antológicas. Quizás Dos seductores sea un fósil del Hollywood más clásico, consciente del choque entre los actores arquetípicos como Niven, todo él un ejemplo de la elegancia física, gestual, el humor sutil y también del más evidente. Enfrentado a la visceralidad, trabajo orgánico e introspectivo de Brando, abanderado del nuevo método que tan mal casaba con la comedia antigua.