Es el año 1946. En un pueblo del interior de Italia se presenta un futuro de bienestar después de las últimas elecciones locales. Ha sido elegido el Partido Comunista que dirige Giuseppe Bettoni, alias Peppone, el alcalde. Frente a él se halla otro líder de la comunidad, el párroco Don Camilo. Entre ambos se sitúan las fuerzas vivas del lugar, representadas por los terratenientes que poseen las mejores tierras, el ganado y la mayor fortuna. Por si fuera poco también hay dos enamorados pertenecientes a cada familia, los pobres y los ricos: ella es Gina, él Mariolino, apuestos, jóvenes y parecidos a Romeo y Julieta.
La adaptación de la primera novela de la saga escrita por Giovanni Guareschi, sobre las rencillas y amistad entre el sacerdote y el alcalde comunista, es uno de los grandes éxitos europeos de los años cincuenta y sesenta, tanto, que se produjeron varias continuaciones e incluso series de televisión en los años ochenta acerca de los mismos personajes. Eso sin mencionar otras similares pero no reconocidas como ¡Ay señor, señor! aquí mismo, en España. Para llevar a cabo este largometraje coproducido por Francia e Italia, se contó con un director todoterreno como era Julien Duvivier, un profesional versado en numerosos géneros, capaz de sacarle todo el partido a guiones buenos y otros mediocres, atento a mantener un pulso narrativo excelente con una puesta en escena por encima de la historia que rodaba. Como ya hizo en su clásica película por episodios Seis destinos, realizada en Norteamérica, estructura el traslado del papel a la pantalla con las cuitas, los acercamientos entre el alcalde comunista y su némesis eclesiástica, el furibundo Don Camilo, mediante secuencias sucesivas que pueden verse como capítulos independientes, sin necesidad de que los protagonistas evolucionen puesto que sus personalidades extrovertidas, casi histriónicas, son las que marcan la tensión dramática, los números cómicos o la resolución de conflictos.
Esta inmovilidad de caracteres es fundamental para el largometraje puesto que la comicidad o la profundidad de las situaciones se originan por el contraste de ambos personajes, tan opuestos como similares, la cara y la cruz de una misma moneda que la mayoría de las veces cae de canto y así se mantiene en equilibrio. En este caso, aunque los dos demuestren un empleo de la gestualidad completo en sus rostros y cuerpos, incluso a base de concesiones como ese Peppone que casi es un clon de Josef Stalin por el corte de pelo y bigote. Mientras que la estrella gala Fernandel resulta tan gracioso como amenazador con su altura y corpulencia. Tal vez algunas de las escenas más humorísticas sean aquellas en las que el cura demuestra una fuerza propia de un superhéroe, ya sea peleando él solo contra una docena de militantes comunistas. O cuando levanta una mesa de caoba maciza.
La producción resulta entretenida aunque no exista una evolución de los personajes y sí una acumulación de sucesos que quizás resulte predecible. Pero Duvivier saca partido de varias secuencias aisladas como son aquella de la procesión al río, en la que el párroco lleva en solitario el pesado crucifijo de la iglesia mientras los habitantes que al principio parecen dispuestos a boicotearle, después se apartan como las aguas del Nilo, en señal de respeto. También resulta muy efectivo ese partido de fútbol entre parroquianos y obreros que termina como si fuera uno de rugby.
Por fortuna Julien Duvivier demuestra su profesionalidad sin ceder a la pereza que se trasluce en algunos momentos demasiado fáciles del libreto, dirigiendo con un ritmo elegante gracias a la planificación a base de movimientos de cámara fluidos, al mismo tiempo que planos y contraplanos bien medidos para las réplicas y contrarréplicas. O soluciones creativas como la pelea entre los protagonistas que comienza dentro de la torre de la parroquia, junto a las cuerdas colgantes. Y termina con el fuera de campo del campanario mientras se tañen las campanas que corresponden a los golpes de los dos contendientes. Mención aparte merecen los apuntes viscerales al odio entre las familias del pueblo, escenas breves que, a pesar de la música festiva que las acompaña, tienen una violencia latente que choca con la comedia.
Don Camilo permanece como una producción comercial bien resuelta por un cineasta que sabía llevar a cabo un largometraje de tono reaccionario en su enfoque, pero equilibrado en la mirada justa hacia sus personajes, menos pétreos de lo que aparentan, unidos por el bien de la mayoría de congéneres, al mismo tiempo que por la oposición a la tiranía de los millonarios que poseen las tierras y fortunas. Esas narraciones que conseguían con facilidad los directores clásicos, sin necesidad de panfletos, escenas redundantes o demás tentaciones demagógicas más propias de los cineastas modernos.
Vi Don Camilo cuando era muy jovencita y me lleno de esperanza y alegría, es una obra que debería ser vista para demostrar que se puede convivir, que los enemigos están en otro lado.