Empiezo a escribir estas líneas al poco de terminar la lectura de Las chicas, de Emma Cline, novela inspirada en la matanza perpetrada por la secta de Charles Manson en 1969, en la que perdió la vida una embarazada Sharon Tate y cuatro amigos del cineasta Roman Polanski. Junto al asesinato de la familia Clutter, que registró Truman Capote en la seminal A sangre fría, los horrendos crímenes de Cielo Drive quizá supongan, por su crueldad y gratuidad, la destilación más pura y pesadillesca del miedo a la violación de ese espacio sagrado (por íntimo, por privado) que es el hogar, y que en cine ha dado pie a todo un subgénero: las ‹home invasion›, o películas en las que los hogares se ven repentinamente atacados por uno o varios elementos externos, bien sea con fines prosaicos (el robo de bienes materiales: ahí están películas como Secuestrados o La habitación del pánico) o bien por declinaciones más perversas y enigmáticas del espíritu humano, que son las que sustentan una saga como Los extraños, que tanto bebe de esa concepción del Mal por el Mal que parece latir en la filosofía de Manson y su “familia”.
De ello se desprende que es un subgénero muy inclinado al cine de terror puro y duro, pero en sus obras más primerizas solía bascular más hacia el thriller. Tal es el caso de la fundamental Perros de paja o de una de sus hijas bastardas canadienses, esta Domingo sangriento que ahora nos ocupa, modesta muestra de ‹canuxploitation› que destaca por trastocar los lugares comunes asociados al género, proponiendo una reflexiva exploración de los conceptos de justicia y venganza, y de cómo ambos se mezclan, confunden y contaminan para poner en tensión nuestras zonas de confort moral. Lo hace de un modo quizás algo artificioso, pues el empeño vengativo del temible abuelo que encarna el gran Ernest Borgnine parece un poco exagerado, pero al mismo tiempo permitiéndose ser lo suficientemente ambigua como para que la veta reaccionaria que late en su interior pueda ser también cuestionada e incluso objeto de crítica o repulsa.
John Trent tampoco quiere ser especialmente profundo. Sabe que el material que maneja es de pura serie B, y como tal se explaya en el uso de la violencia, pero lo que hace la película interesante es cómo dicha violencia parte de quien menos se espera, obligando al espectador a tomar partido, bien apoyando la visión arcaica y nostálgica del mundo del personaje de Borgnine, firme militante del ojo por ojo ante una sociedad que percibe en decadencia, o bien apoyándose en la visión más racional y humanitaria de su nieta, que intenta poner un poco de cordura en la mente de su abuelo. Trent es tramposo, y quiere ponernos de lado de Borgnine, como queda patente en un final algo precipitado y abrupto, pero esto añade también pinceladas de incorrección política que no resultan del todo molestas. En cualquier caso, el empeño por tocar las narices, aunque no sea con la sutileza que mostró Peckinpah en la mencionada Perros de paja, es de agradecer.
Por lo demás, estamos ante un thriller a contracorriente, violento de un modo juguetón y desafiante (la nieta como cebo, el ataque virulento de los perros), y con dos personajes antagónicos interpretados por actores carismáticos que llenan de intensidad cada escena que comparten en pantalla: el ya mencionado Borgnine y un joven y enloquecido Michael Pollard. Con todos los defectos que se le quieran poner (ya sean narrativos —cierto estancamiento llegado al ecuador, ese clímax mejorable— o morales —como gran parte del cine de venganza, su naturaleza reaccionara resulta difícil de soslayar—), Domingo sangriento es una cinta que cae simpática y que tiene fuerza y sabe cómo jugar con las expectativas del respetable, fomentando el debate y, en definitiva, haciendo pasar un rato agradable a todo aquel que guste de este subgénero, al tiempo que nos invita a preguntarnos hasta dónde llegaríamos nosotros para proteger los límites de nuestro hogar o a nuestros seres queridos.