Hay directores por los que, a pesar de sus limitaciones (o quizás en parte debido a ellas), uno siente cierta simpatía. Me ha pasado siempre con el recientemente desaparecido Albert Pyun, desde que vi de pequeño un Van Damme tan icónico como el de Cyborg, y se ha reforzado con otras cintas suyas que vi después como Kickboxer II, Postmortem o Cromwell, el rey de los bárbaros (su primera y muy probablemente su mejor película). Cine de acción y fantasía videoclubero y desprejuiciado, honesto y casi siempre muy entretenido, sin otra pretensión más allá de la de hacer pasar un rato agradable al espectador. Viendo ahora Dollman, ejemplo de ci-fi tronada de fuerte aroma ‹pulp› producida por el ínclito Charles Band (lo que ya asegura no pocas dosis de humor y delirio al invento), uno sigue reconociendo a ese artesano de la serie B que rodaba hasta la mayor tontería del mundo con cariño y esmero, alejado de las chapuzas que, con idéntico presupuesto y muchas menos ganas, rodaban por esas fechas otros compañeros de profesión. No hablamos de grandes películas (ni siquiera buenas), pero sí de obras facturadas con cierta profesionalidad, con cierto vigor, algo que ya resulta difícil de ver en el cine de fantasía que pasan por televisión o que llega directamente a video, que es el ecosistema donde más cómodo se ha sentido siempre Pyun.
Esto puede apreciarse ya en sus primeros minutos, cuando disimula el escasísimo presupuesto con inventiva y astucia para hacer razonablemente creíble, o por lo menos visualmente atractiva, la superficie del planeta Arturus del que procede nuestro aguerrido protagonista, Brick Bardo, especialmente en un duelo filmado en un árido descampado y en gran plano general, dominado con ruinas de acento brutalista y con poderosos encuadres que remiten a los westerns de Leone. Para mí, estos minutos son los más atractivos de la película, que es pura diversión de género tocada por elementos sumamente bizarros: chistes de gordos, cabezas parlantes, cuerpos explotando, actitud macarra… Cuando la acción se traslada a la Tierra, donde nuestro héroe apenas mide un palmo y se enfrenta a pandilleros gigantes del Bronx, la cosa decae un poco, en gran medida porque el guion se vuelve inesperadamente perezoso y no saca provecho de sus muchas posibilidades. No obstante, Pyun se las apaña para salvar las dificultades narrativas y visuales de tal premisa jugando mucho con el punto de vista y las sobreimpresiones. Nada que no hiciera antes y mejor Jack Arnold en la imperecedera El increíble hombre menguante, pero aun así meritorio.
Lo más atractivo de esta segunda mitad es el retrato sucio de un Bronx caído en las garras de las drogas y la violencia pandillera, y sobre todo la presencia tan carismática del gran Jackie Earle Haley, actor excelente cuya carrera mereció más suerte de la que finalmente ha tenido. Pese al estancamiento narrativo y la simpleza argumental que comentábamos antes, la historia vuelve a remontar en su clímax final, de nuevo aprovechando espacios ruinosos y casi apocalípticos para escenificar el enfrentamiento de Brick con esa banda de ‹latin kings› tan predeciblemente estereotipada. Poco antes también nos había regalado un momento de gran comicidad, no tengo claro si deliberada o involuntaria: Brick atravesando una ventana cual ‹madelman› enloquecido para agarrarse al lateral del coche en el que se llevan secuestrada a la chica de turno. En fin, ideas locas dentro de una película estrafalaria, absurda, que juega en una liga de ci-fi desnortada que apuesta puramente por la diversión, el humor y el delirio, y eso también es de agradecer, aunque la jugada quede lejos de salir redonda. Lo que está claro es que Pyun sigue moviéndose con soltura dentro de su género predilecto, y que los espectadores aficionados a este tipo de cine (modesto, barato y desvergonzado) pueden pasar un buen rato con el diminuto Brick Bardo y sus extrañas aventuras.