El universo 2.0 está cada vez más presente en nuestro día a día, y con ello era inevitable que surgiesen reflejos en torno a una vía de comunicación que ha generado no pocos conflictos a medida que se ha ido asentando en una sociedad capaz incluso de llegar a mutar su comportamiento y amoldarlo a una tecnología que parece para no pocos un particular reemplazo. Toda esa vorágine de consecuencias y comportamientos no podía sino ser llevada a un ámbito como el cinematográfico, hecho que ha terminado generando una refracción de lo más dispar hábil para trasladarnos desde el cine de género (ahí están los Chatroom de Hideo Nakata o la fantástica Kairo de Kiyoshi Kurosawa) a otras categorías más terrenales (donde encontraríamos propuestas como la aclamada Ben X o el genial documental Catfish). La llegada de Hombres, mujeres y niños, lo nuevo de Jason Reitman, a la cartelera, nos sirve para dirigir la mirada precisamente a uno de esos títulos que con mayor fortuna han diseccionado esa red y, además, logró cosechar no pocas loas a nivel internacional, llegando incluso a pasar por citas festivaleras como Venecia, algo no del todo común si nos ceñimos a cintas ciertamente independientes no avaladas por algún gran nombre del panorama.
La clave del triunfo de un film como Disconnect, debut en el terreno de la ficción de Henry Alex Rubin —quien en 2005 ya co-dirigiera el documental Murderball— apoyado por un libreto de Andrew Stern —el primero escrito en solitario por este hasta ahora desconocido guionista—, quizá radique en el hecho de situarse en un terreno más bien neutro que no propicia sino un espejo uniforme en el que no cabe un ápice de esa mordacidad o ironía tan propias con las que el cine independiente ha tocado en no pocas ocasiones temas escamosos —un buen ejemplo sería el Happiness de Todd Solondz, entre otros—; Alex Rubin opta, pues, por plasmar una realidad en la que no hay lugar para lecturas colindantes, pues el tema en sí ofrece las suficientes variantes como para poder expresarse por sí solo. Además de ello, la construcción coral realizada por el cineasta ocupa otra de sus grandes bazas en ese aspecto, logrando reforzar de ese modo un hilo narrativo que encuentra la condición idónea en el constante apoyo entre los diversos relatos que fragmentan el film, siendo el modo en como se complementan una herramienta eficaz para hacer que esa disección cobre todavía mayor fuerza.
No entendamos, sin embargo, esa crónica coral como un modo gratuito de poder armar una cinta que sin ello vería reducidas sus posibilidades de llegar tan lejos. Disconnect posee, a través de esa fórmula descriptiva, la capacidad de que cada uno de los fragmentos expanda un discurso que posee la habilidad de instaurarse en terrenos colindantes y ejercer como ese complemento del que hablaba. Es así como esa incomunicación de la que son objeto (en mayor o menor medida) todos y cada uno de sus protagonistas, encuentra vías distintas en cada historia para huir de aquello que se podría haber mostrado como un tono monocorde, y además matizar la condición de cada uno de los relatos, huyendo de terrenos obvios y consiguiendo que las capas que posee cada personaje, pese a apuntar en direcciones semejantes, construyan disertaciones propias sobre el medio, el entorno y la facilidad con que el contexto puede terminar absorbiendo a un individuo incapaz de asumir la propia culpabilidad, cuyo foco siempre recae en situaciones ajenas.
Teniendo una base realmente poderosa en el guión de Andrew Stern, Henry Alex Rubin opta por reforzar su trabajo en la faceta visual y no acomodarse sobre una base que posee los alicientes necesarios. La primera secuencia, en un periplo por la casa donde vive Kyle que termina con una imagen tan concluyente como pragmática —él sentado ante su PC en una habitación semi iluminada en la que prevalece el logo de Apple—, ya es toda una declaración de intenciones: el acto per se, sin un entorno que refuerce esa condición, no es nada. Y de ese modo el debutante es capaz de tejer a través de la imagen un mosaico que en ocasiones inunda la pantalla como si esa red 2.0 fuese capaz de rebasar en mucho la presencia del propio relato. Disconnect supone así un buen anexo a esos títulos que se escudan en una ficción más evidente, y lo hace conservando su esencia hasta una conclusión que combina aciertos —el hecho de no cerrar por completo todas las tramas en un film que pretende exponer una realidad lo es en cierto modo— con errores —esos ralentís que incurren en una dramatización innecesaria cuando la propia historia tenía mimbres para construir un buen clímax por sí sola—, pero otorga un punto final tan necesario como consecuente.
Larga vida a la nueva carne.