Con la nueva entrega de Scream recién salida del horno vuelve a ponerse encima de la mesa la cuestión de lo metacinematográfico, del análisis “desde dentro”, por así decirlo, del género. Algo que puede parecer incluso trillado pero que, de alguna manera, habla muy favorablemente de su grado de autoconsciencia. Al fin y al cabo, pocos (por no decir ninguno) géneros se han psicoanalizado tanto como el terror. En definitiva, estamos ante una serie de películas muy conscientes de su necesidad de alimentar a su fandom, de iterar primero, agotarse después y finalmente reinventarse para cada nueva generación que hace del terror, muchas veces, su plataforma de lanzamiento hacia mundos cinéfilos más amplios.
Detrás de la Máscara: El encumbramiento de Leslie Vernon aborda también el asunto, aunque desde una perspectiva un tanto diferente. Si habitualmente lo meta habla de ficciones dentro de ficciones y, por tanto, hay un discurso referente a tropos, reglas y arquetipos puramente cinematográficos, en este caso se nos sitúa en un improbable escenario donde las cuestiones abordadas se enfocan, a modo de falso documental, como pura realidad. Así, las referencias a Myers, Krueger o Jason Voorhees, se establecen no en base a la influencia del cine en la realidad, sino que los sitúa como personajes reales, relevantes, que tienen su influencia en los asesinos en serie de igual manera que la pueden tener deportistas de élite o cualquier miembro destacado dentro de su profesión.
A diferencia pues del ‹slasher› meta tradicional, no estamos ante una guía de supervivencia para víctimas sino todo lo contrario, un manual del perfecto asesino enmascarado que nos desgrana, paso por paso, su metodología, sus trucos y acciones para cometer las matanzas más perfectas del mejor modo posible. No estamos, sin embargo, ante una descripción rutinaria, como un tutorial para un nuevo puesto de trabajo, no. Hay un cierto tono de comedia en todo ello que no tiene tanto que ver con el tono en el que está filmado, serio, por cierto, sino en los hallazgos explicativos de ciertos comportamientos que, automáticamente, asociamos a lo que llamamos trucos o imposibles del género pero que en boca de Vernon dejan de ser trampas de guión para insertarse en una lógica plausible.
La dinámica del film no excluye su capacidad para insertar vocablos que, a pesar de su patina de realidad, resuenan como propios del cine. Así hay espacio no solo para el asesino en sí, sino para un análisis pormenorizado de conceptos como el de la ‹final girl›, los arquetipos de las víctimas o los justicieros empeñados en acabar con el mal. Todos reconocibles en su descripción, pero tambien ligeramente subvertidos para alejarnos de la idea de ficción y situarnos en un plano más creíble, más veraz.
El film de Scott Glosserman pues, no renuncia a hacer palpable su amor por el ‹slasher› y el estudio profundo del mismo, pero da un paso atrás en cuanto a cinismo metacinematográfico en favor de un posicionamiento más estricto, por así decirlo, desde el que no moverse del clasicismo y destriparlo para interiorizar y comprender sus mecanismos. Ello no es óbice para olvidarse de introducir referencias, cameos e incluso poner sobre el tapete la cuestión moral al respecto del encumbramiento popular, incluso admiración, por el trabajo obsesivo y perfecto de estos asesinos. Un film que acaba siendo tan divertido como ejemplar en su análisis.