Sobre Cuadrilátero se guarda cierto recuerdo hoy en día por ser la tercera película de una de las filmografías más arriesgadas e irreflexivas de la cinematografía española, como es la obra de Eloy de la Iglesia. El film es una pieza de esos comienzos donde el autor, haciendo gala de un evidente amateurismo con una narración que resultará anárquica y trastornada, cimentaría algunas de las perseverancias de su cine, hoy reivindicado y añorado. Es fundamental tener en cuenta que Cuadrilátero pertenece a esta primera etapa del autor ubicada en la pre-transición, donde De La Iglesia, cineasta de temperamento de innato carácter transgresor, veía difícil conseguir la libertad creativa que su nervio autoral pretendía, algo que se vería posteriormente en algunas de sus relevantes y adelantadas películas que vendrían después de la enorme etapa de cambio que vivió el país. Cuadrilátero pertenece a ese periodo donde el director recurría de tramas costumbristas, con humildes de historias llanas de personajes naturales, que en su aún inocente ímpetu autoral plasmaba con mayor o menor acierto unas espontaneidades donde llevar a ese grupo de personajes al extremo de su impresionabilidad. Esta es una de las naturalidades de su tercera obra, una película en la que aún no se conoce al De La Iglesia desatado y arrojado del post-franquismo, (pero curiosamente el director llega a su cima artística, para el que esto escribe, con una obra perteneciente a estos delimitados inicios, como es La semana del asesino y sus devaneaos y toqueteos con el cine de terror), aunque en la película que nos ocupe se den cita ciertas pinceladas de atrevimiento y temeridad a la hora de ensamblar picaresca formal en una historia que podría pasar como tradicional a la época que vivía la cinematografía española del momento.
Cuadrilátero es expuesta con unos inequívocos tintes melodramáticos, bajo cierta influencia del cine foráneo de entonces (el mundo del boxeo servía como trasfondo a varios clásicos yankies de la época) en la historia de un púgil, vocación encubierta de un alma perdida que incluso crítica las escalofriantes consecuencias de su profesión (es presentado sintiendo una empatía exacerbada por el rival, hasta el punto de lamentar el desprendimiento de retina ocasionado por sus puños), aunque su valía será suficiente para ser el protegido de un conocido promotor de combates. Hasta ahí se podrían citar las convencionalidades de la película en su punto de partida; pronto se verá como el trasfondo pugilístico pasará a conformar un elemento secundario, cuando se introduzcan a los personajes dentro de cuadrilátero de relaciones capaz de llevar al extremo las consecuencias de sus actos. Conviene destacar que también son evidentes los tópicos a la hora de cimentar a los personajes: el protagonista, Valdés (interpretado por un insustancial Dean Selmier), se llevará a la chica protegida del jefe, una Rosanna Yari exuberante oficiando de una femme fatale de bolsilibro; el instructor , antigua gloria de los cuadriláteros en una decadencia otorgada en parte por su condición de antigua víctima del tesón y soberbio Laguna, es típico personaje decaído que sin embargo alcanzará un protagonismo inesperado en el tramo final, donde Jose María Prada ofrecerá una de las interpretaciones destacables de la cinta. Es en el villano Laguna, quizá el carácter más estereotipado pero a la postre más interesante de la narración, apoyado por una más que notable aportación escénica de Gerard Tichy, el personaje motor de la obra. Y es que las intenciones y características del también llamado Patrón (quien divide a las personas en vencedores y fracasados) es otro personaje decadente que en palabras de uno de los secundarios veremos como un lisiado que ante la incapacidad de llevar una vida hacia el triunfo, maneja a sus súbitos a su antojo llevándolos al éxito y haciendo que se acuesten con las mejores mujeres. Está claro que De La Iglesia apuesta en su tercera película por una clave en su carrera: los perdedores, personajes vencidos ante sus fracasos que verán en su turbación interior unos detonantes hacia el exceso y sus propios límites.
Como eje central de la narración, Laguna llegará al punto de hacer que sus dos boxeadores protegidos se enfrenten (el otro, interpretado por el púgil cubano José Legrá, “El puma de Baracoa”, muy conocido en la época) incapaz de soportar los celos y envidias, otra diatriba bastante extendida en el cine de De La Iglesia (personajes absorbidos por la opresión dramática de sus acciones), para ejercer aquí una proto-muestra de otra de sus características posteriores, el compendio de relaciones llevada al extremo en una atmósfera cerrada y de carácter tremendista, donde sus perdedores lleguen a un límite moral mucho más franqueable de lo esperado. Por supuesto, en Cuadrilátero no faltarán esos estallidos de de intensidad emocional tan propios del autor aunque en maneras de iniciación, con una narración obtusa y con ciertas turbiedades escénicas. Esto, unido a las limitaciones morales de la época, impide al director llevar algunas de sus situaciones al límite esperado. El feísmo escénico no sólo se reducirá a la exposición de los combates de boxeo, ambiente por el que el autor únicamente siente como trivial fundamento de la obra, dotando de paso a esta Cuadrilátero de una peculiar entidad respecto a los dramas de la época: aquí se percibe la agitación propia del cineasta principiante, de la misma manera que sale a relucir el trastorno y aflicción de un grupo de personajes torturados cuyas determinaciones acaban en el exceso. Y bajo esa premisa, el exceso, es como se construirá años después de este Cuadrilátero una de las filmografías más impulsivas de la cinematografía española, de la que aquí se pueden percibir ciertas perturbaciones narrativas.