A principios de los 80, la espada y brujería, género de referencia de la literatura pulp y el cómic underground, sufrió en la gran pantalla un agradecido e inesperado resurgimiento. Dentro de aquella ola, quizá originada por el estreno de Conan el Bárbaro en 1982, también destaca entre la memoria del aficionado un curioso émulo del film de John Millius (probablemente no premeditado, ya que ambas películas son del mismo año) llamado por nuestros lares Cromwell, el rey de los bárbaros, libre traducción del original y más perspicaz The Sword and the Sorcerer. Este estará dirigido por Albert Pyun, ese hawaiano afincado en Estados Unidos que hizo de la Serie B norteamericana un filón de oficio y devota artesanía, surcando todo tipo de géneros en una dilatada carrera casi siempre avocada a la distribución minoritaria y a los bajos presupuestos, coqueteando incluso con la Cannon de Golan-Globus y la Full Moon de Charles Band, nada más y nada menos. Cromwell, el rey de los bárbaros sería su ópera prima, que nos sitúa ante el malvado caballero Cromwell (dramatizado por el icónico e inolvidable Richard Lynch) que acompañado de la leyenda de un brujo malvado presentará batalla de conquista ante una tierra indefensa; un anónimo héroe, Talon (el olvidado Lee Horsley, rescatado recientemente por Quentin Tarantino), intentará que el malvado Cromwell no lleve a cabo sus planes entre los que se encuentran también el secuestro de una joven damisela.
Salidas al mercado justo en el mismo año, la comparación de Conan El Bárbaro y la película de Pyun es inevitable, quedando postergada esta como una especie de hermana menor alejada de los éxitos entre la cultura popular que cosechó aquella. No obstante, dentro del conglomerado pulp hacia la espada y brujería que ambas promulgan, Albert Pyun inspira a su película de una predisposición de talante hacia los ingredientes básicos de este tipo de propuestas, con una dirección eficaz y muy direccionada hacia las señas de identidad de su talante ´B´, que convierten a este Cromwell, el rey de los bárbaros en un producto de enorme encanto y oficio, anteponiendo personalidad en la construcción de su imaginería. Aunque este sea el elemento por el que el film pueda defender un respeto, cabría señalar también (siendo esto extensible a otras muchas propuestas de Pyun) la inocencia e ingenuidad de sus pretensiones, donde el director evade lo limitado del presupuesto con una narrativa que prefiere poner encima de la mesa una clara personalidad folletinesca, una ambientación capaz de sacar de por sí lo mejor de su localización (que aunque con unos interiores ocultos bajo una premeditada oscuridad, destaca por unos exteriores inolvidables), una inesperada espectacularidad, así como la concepción epopéyica de sus personajes principales; a este respecto, conviene señalar que el testosterónico calibre que adquieren los arquetipos de roles de la fantasía heroica no ocultarán aquí a unos personajes de serial con una memorable iconografía, destacando a este respecto la robustez estilística del siempre eficiente Richard Lynch (eterno villano del cine ´B´ norteamericano, aquí en uno de sus más recordados papeles), la ingenua heroicidad del protagonista Talon (que encuentra en su motivo de épica un tótem del subgénero como es la muerte de su madre), o unas hechizantes presencias femeninas, inevitables en este tipo de productos.
El libreto de Cromwell, el rey de los bárbaros, no pecando de ciertos devaneos y brechas argumentales, respeta con bastante rigor las bases de un sincero tratamiento de la fantasía heroica, con una acertada lectura de su tono. En este sentido habría que destacar que Pyun aboga por un carácter violento, tosco e intransigente de la temática, donde no habrá resarcimientos a la hora de mostrar la violencia de las batallas y la crueldad de algunas de las tradiciones medievales de la espada y brujería; todo agraciado con el siempre eficiente fervor del director hacia el entretenimiento y el espectáculo, lo que hacen de la película una modesta y apreciada muestra de cine costumbrista, humilde y servicial al consumo popular, que en este caso intercede con unas fascinantes estridencias formales hacia la épica de su subgénero. Con todo ello, hoy Cromwell, el rey de los bárbaros, queda en el recuerdo como una ejemplar muestra del tono hiperbólico del cine de entretenimiento de aquella añorada década de los 80, hoy tan reivindicada, cuyos aciertos esgrimían en satisfacer las querencias de un apasionado público dejando en evidencia las maravillosas privaciones de formalidad de lo que hoy nos gusta llamar la Serie B.