Durante la Transición —en un contexto de una España convulsa con violencia, drogas y pobreza asolando a la clase trabajadora— surgió un auténtico subgénero propio de nuestra cinematografía como el cine quinqui. Sus historias eran aquellas de los más humildes: jóvenes delincuentes de poca monta que trataban de sobrevivir en el día a día, enfrentados a las fuerzas del orden y a una sociedad que les empuja al crimen. Sus actos habitualmente iban de menor a mayor riesgo y ambición mientras caían en una trampa de la que era imposible escapar, abocados a la tragedia. Con más o menos amarillismo, espectacularidad, mensaje o realismo social, directores como Carlos Saura (Deprisa deprisa, 1981), Montxo Armendáriz (27 horas, 1986) y, sobre todo, José Antonio de la Loma (Perros callejeros, 1977) o Eloy de la Iglesia (El pico, 1983) construyeron un universo fílmico desde distintas aproximaciones que, como nunca antes se había hecho, reflejaba una parte olvidada de un país sumido en profundos cambios socioeconómicos y políticos. Coto de caza (Jorge Grau, 1983) se aleja de las propuestas más enfocadas en la experiencia de estos personajes que viven en la exclusión para lanzar su relato desde el otro lado con Adela (Assumpta Serna), una abogada penalista de firmes convicciones que se dedica a defender en los tribunales a estos individuos, segura de que son únicamente víctimas de unas circunstancias de las que somos todos responsables colectivamente.
Comenzando con ella la narración se acerca más a una película como Miedo a salir de noche (Eloy de la Iglesia, 1980), donde se tomaba la perspectiva de un empleado de banca y una familia acomodada atemorizada por la ola de delincuencia que medios de comunicación, políticos y policía aprovechaban para sus fines. Aquí son unos conocidos de uno de sus defendidos quienes se encaprichan de ella tanto por su posición social como por el hecho de ser mujer. El robo de su coche les lleva a descubrir todos los detalles de su vida y propiedades, en especial un chalé en las afueras que planean desvalijar cuando la casa se encuentre vacía. La necesidad de recuperar unos documentos de su trabajo hace que ella aparezca junto a su suegra y su marido mientras cometen la fechoría y, por accidente, acaban matando a este último de un disparo. Una situación que pone a prueba los principios de Adela y, a través de una narrativa que separa los puntos de vista y contextos de criminales y víctimas para mostrar cómo afrontan la situación desde ambas partes, los de los espectadores. Así surgen las verdaderas intenciones de un filme de concepto abiertamente moral, que escapa a cualquier posicionamiento simplista y explora tanto las ambivalencias y contradicciones de la sociedad como las tensiones dentro del mismo aparato del estado, que se encarga de mantener el orden y castigar a quienes transgreden las normas.
La fatalidad parece ineludible y el uso de extractos de Tristán e Isolda de Richard Wagner en su banda sonora intensifica una sensación constante de su inevitabilidad, además de producir un contraste entre la belleza de la composición y el tono de su metraje, que progresivamente se vuelve más oscuro e inquietante mientras se hace más violento y frecuente el acoso que sufre la protagonista para que retire su honesta declaración sobre los hechos. Todo con el fin de que el hermano del responsable de la muerte de su marido salga libre de la cárcel. Es Navidad y la familia cuenta con una videocámara y se miran en la televisión en una celebración de su propia complacencia y añoranza del statu quo que no pueden disimular. Jorge Grau proyecta así la autopercepción de parte del público coetáneo de la obra. Distintos personajes fuera y dentro de la familia representan expresamente múltiples visiones de la justicia desde la venganza al estilo del Antiguo Testamento, el castigo ejemplarizante y la mera reacción irracional movida por las emociones, mientras busca provocar incomodidad ante las repercusiones éticas de cualquiera de las posturas que adoptemos en su exploración de los límites al gestionar la violencia que escapa al control y uso legítimo de un sistema democrático. Un conflicto entre la idea de civilización y barbarie que evoca también, por su escenificación y algunos elementos de su desarrollo argumental, a Straw Dogs (Sam Peckinpah, 1971) en el proceso de llevar a su personaje principal al límite de sus ideales hasta que explota en una secuencia final de una violencia despiadada y cruda, en cuya resolución se sintetiza la desafiante tesis —o la aparente ausencia de cualquier conclusión válida definitiva— de la cinta.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.