En Corredor sin retorno, una de las películas más emblemáticas del maestro Samuel Fuller, un periodista se infiltra en un psiquiátrico con el fin de sacar a la luz un turbio asunto vinculado a un homicidio, y así ganar el premio Pulitzer. Va tomando forma una trama sin aderezos que empieza a deshacer las máscaras y el cuadro del cine clásico en favor de una narración mucho más dinámica, sin anquilosamientos, y que además esconde hasta imágenes de archivo, algo impensable en las creaciones que respetaban los límites del género y a las que les concernía el equilibrio entre forma, fondo y ritmo. A Fuller le preocupaba captar la realidad circundante en sus películas, pues el suyo no sólo es un período de cambios culturales, sino también sociales. La Segunda Guerra Mundial empezaba a quedar atrás y las ciudades, encaminadas hacia una reestructuración de sus arquitecturas y a una restauración económica, empezaron a asemejarse más a cómo las conocemos en la contemporaneidad. Y por supuesto, Fuller edifica una puesta en escena más afín a Scorsese y a Cimino que a Hawks o a Mankiewicz, representando el óxido de la manera clásica y tradicional de pensar el cine, empezando por poner en crisis los grandes platós. Podríamos decir que es una Alguien voló sobre el nido del cuco sin edulcoramiento, pues no necesita encontrar moralejas en favor del bienestar emocional del espectador.
Samuel Fuller fue, sin duda alguna, uno de los inventores del anti-glamour de Hollywood, y junto a otras figuras menos reivindicadas de lo que se merecen como Roger Corman, encarnó el puente de comunicaciones entre el desgaste de las producciones canónicas y el Nuevo Hollywood. Hay tres films muy significativos que representan esa transición, como son la que hoy nos ocupa, El milagro de Anna Sullivan, de Arthur Penn, y Plan diabólico, de John Frankenheimer. Todas ellas son cintas de los años sesenta, período laureado para las nuevas corrientes del cine europeo o los denominados peyorativamente como cines periféricos. En ellas se indaga en los pasillos de la vesania y en los efectos de las enfermedades y las discapacidades, mayormente en El milagro de Anna Sullivan, parida por el director de la celebérrima Bonnie y Clyde. A su modo, son largometrajes que emergen como potentes respuestas a los instintos reprimidos del puritanismo norteamericano, tan preocupado por el mantenimiento de las formas y la pulcritud en el comportamiento de la ciudadanía. También fue un momento de aparición de nuevos dispositivos de consumo, el más evidente la televisión. Esta circunstancia supuso una reinvención de las salas de cine, fue simiente de la llegada de nuevos guionistas que empezaron a familiarizarse con el lenguaje periodístico y serial y causó el resurgimiento de géneros espectáculo como el ‹peplum›, en pos de atraer nuevamente la atención del espectador. De Howard Hawks se pasó a Te quiero Lucy, de John Ford se pasó a Bonanza y de John Huston a las series policíacas. Fue un período inconstante pero de una interesantísima ebullición creativa.
No nos encantemos sin embargo con los apuntes históricos. Hay una escena muy significativa de Corredor sin retorno que ilustra a la perfección la tendencia de Fuller a exhibir una violencia implícita en el ser humano, que después figuras como Abel Ferrara o David Cronenberg diseccionarían para llevárselas a su propio terreno. Aludimos a una escena en el último tercio, cuando el protagonista, Johnny, golpea repetidas veces a un paciente con quien está encarado. Es un instante de violencia física que se inicia repentinamente, con unas notas de piano extradiegéticas que incentivan la brusquedad del momento. Y la cámara, lejos de acompañar al protagonista para que nos apiademos de él, se queda junto al paciente, mientras dos hombres se llevan a Johnny a rastras, y Fuller empieza a manejar la profundidad de campo. Una escena portentosa técnicamente para una película deliciosamente oscura.