Toda conspiración que se precie extiende su alargada sombra perdiendo su contorno en el horizonte y generando así un desconcierto que se deduce de la sensación de ser observado o perseguido sea cual sea la circunstancia. Michael Anderson, realizador británico que adaptó clásicos de la ciencia-ficción como La fuga de Logan o 1984 , parece tener muy en cuenta las claves de un género que traslada a derroteros poco habituales; y es que Conspiración en Berlín parece más pendiente de construir ese enrarecido ambiente sobre el que hacer pivotar el film e incluso dotar de ciertos detalles que perfilen y sirvan de una evolución consecuente a sus personajes, que de priorizar una acción que aparece con cuentagotas y surge principalmente para reforzar ese extraño clima retratado por el cineasta. Así, y tras una introducción que sirve a modo de presentación a la par que desarrolla una suerte de reconocimiento del terreno por parte de Quiller, su protagonista, extendiendo de manera un tanto tenue todo aquello que parece haberle llevado a la capital alemana, Anderson despliega esa naturaleza desde la que suscitar cierta confusión a través de la aparición de personajes sin razón de ser cuyo fortuito encuentro con Quiller se traslada en una cierta intranquilidad en sus reacciones. Una característica que servirá al cineasta para, en un magnífico tercer acto que bien pudiera ser heredero de La invasión de los ladrones de cuerpos de Siegel gracias a la forma en que traslada esa neurosis tanto al relato como a sus escenarios, generar una atmósfera tan inquietante en su inicio como enrarecida en su consecución.
No obstante, y si bien la pretensión del cineasta por captar ese ambiente queda patente, Anderson no se guarda ases en la manga y presenta rápidamente al villano (interpretado por un Max Von Sydow que aún rodaría a posteriori obras como La hora del lobo con Bergman), dejando claro el propósito por llevar la construcción más allá del retrato de ese singular ambiente. De hecho, y en ese sentido, la primera secuencia de Conspiración en Berlín ya ofrece una leve idea acerca de cómo se amplifica ese retrato en otros ámbitos: en ella, y tras el asesinato del agente al que Quiller reemplazará más tarde, dos altos cargos comentan con condescendencia ese acontecimiento; algo que podría ser un mero apunte a pie de página, pero sin embargo otorga una vertiente de lo más sugerente al tratamiento del protagonista, que reflejará en sus últimos gestos un desencanto patente con respecto a su papel en Berlín: por un lado, desechando una invitación, y por otro transigiendo ante una situación ciertamente obvia que concierte a su homóloga femenina (al que da vida Senta Berger). De este modo, en dos secuencias que podrían servir como mero colofón, Anderson logra dotar de una dimensión distinta a un film cuyo carácter se comprende, en efecto, a través de esa deriva. Y es que si apuntaba en un principio que Conspiración en Berlín no es uno de esos títulos que tengan cierta predilección por la acción —si bien, tanto persecuciones como las escasas escenas que se nos presentan en ese ámbito están dirigidas con gusto—, el más que probable porqué de esa decisión se encuentre en tanto en un tono logrado como en un fondo de lo más suculento que hacen de la cinta de Anderson una de esas ‹rara avis› del género que disfrutarán sobre todo sus acérrimos, lejos de la habitual parafernalia sobre la que se suelen edificar este tipo de ejercicios.
Larga vida a la nueva carne.