KLJ son las siglas del agente británico Kenneth Lindsay Jones, un espía que ha sido asesinado en Berlín durante su última misión. Quiller recibe la petición de Pol, un responsable del servicio secreto, para continuar la misión del fallecido, haciéndose pasar como nuevo infiltrado, encargado de encontrar a una organización neonazi que se expande peligrosamente por la parte oeste, a este lado del muro de la capital alemana.
En plena década de los sesenta, mil novecientos sesenta y seis en concreto, a James Bond ya le habían seguido numerosos personajes con más humor, en casos como los de Flint, Matt Helm y otros televisivos. Con más realismo o peso literario como Harry Palmer, Smiley o todos sus trasuntos de nombre distinto al original de las novelas, en el cine. Y los casos aislados de Modesty Blaise, Charada, Arabesco o de algunos personajes famosos como los de Paul Newman en El premio y Cortina rasgada. Eran tiempos de la guerra fría, los enemigos comunistas y las amenazas latentes, toda una paranoia preparada para los años setenta y que se mantiene hasta hoy. Si ahora impera el cine de superhéroes, un equivalente de entonces podía ser el de espionaje.
Para lanzar la primera —y última— aventura de Quiller en el cine, la compañía inglesa The Rank Organisation tiró la casa por la ventana, contratando a un profesional como Michael Anderson, director casi centenario y jubilado en la actualidad, que realizó entre otras obras la premiada La vuelta al mundo en ochenta días. También Sombras de sospecha, último film protagonizado por Gary Cooper. E incluso la primera adaptación cinematográfica de 1984, la novela de George Orwell. El cineasta londinense acumula varias traslaciones de novelas de éxito o famosas, al medio audiovisual, un factor de apoyo en un texto de resultado probado, que puede ser transformado en imágenes. Con la adaptación del prestigioso Harold Pinter, cuatro décadas antes de recibir el Nobel de literatura, convierten una novela de oficio popular en una eficaz cinta de misterio.
Los acompaña un nutrido grupo técnico y artístico: John Barry componiendo una partitura que suena en el momento adecuado con la intensidad y emoción más afinadas. Una dirección artística de Maurice Carter capaz de situarnos en exteriores berlineses y contracampos interiores que no desentonan, rodados en los estudios Pinewood. La fotografía naturalista en las secuencias de acción, aunque demasiado expresionista y filtrada en tonos pastel e iridiscencias pasadas por el flou delante del objetivo, para rematar las románticas. Orquestado por la batuta de Frederick Wilson en la mesa de montaje, que aporta un ritmo tan dinámico a las persecuciones de automóviles, breves, certeras, anteriores a la mítica de Bullit; como climático al desarrollo de la tensión en las escenas más pausadas. No se trata solo de enumerar uno por uno a los miembros relevantes del equipo, sino en demostrar que un artesano como Anderson se pone al servicio de un guión de suspense, trufado por algunos giros de interés. Lo desarrolla con una sabiduría propia de un veterano que sabe cómo situar la cámara, en función de una puesta en escena que utiliza con efectividad el plano secuencia, ya sea durante los desplazamientos de los personajes, o bien sus persecuciones a pie. Ese modo expresivo de ir descubriendo algunos de espaldas desde un ángulo tomado en picado. La variedad de puntos de vista está ensamblada con fluidez, sin resultar forzosa en los cortes de plano. Hasta un zoom avanti seguido por uno en retroceso a gran distancia, sobre el edificio de la Mercedes, resulta justificado frente a la elegancia de otros travellings y panorámicas más elaborados. Asimismo emplea la técnica del formato Panavision, a toda pantalla, con una buena intención narrativa, reforzada por la relación entre términos lejanos y más próximos.
Si a todos estos elementos sumamos un reparto internacional, del cual destacan Max von Sydow en su papel de malvado alemán, actor que no comparte ninguna escena con Alec Guinness como excéntrico director de la misión y apariencia gay. O las fugaces apariciones de George Sanders como diplomático sir británico. Todos ellos cómodos y convincentes en sus intervenciones. Aunque los roles protagonistas los llevan a cabo George Segal, actor vulnerable y maldito -otro de los nuestros- un arrogante Quiller sin la brutalidad ni lascivia de James Bond, pero con la independencia y capacidad resolutiva de otros sujetos similares. Enamorado de la maestra Inge, papel interpretado por Senta Berger, actriz todavía en activo, que aparecería en más films del subgénero que el citado Guinness y Sean Connery juntos.
En esta época contemporánea, momento en el que se vuelve a investigar el auge de las ideas nazis en organizaciones clandestinas, partidos políticos extremistas y que todavía da pie a films recientes, Conspiración en Berlín resulta un buen recuerdo de producción comercial inteligente, dinámica, que parte del renacimiento de la doctrina nacional socialista como coartada narrativa para su trama. Un momento en el que cuesta creerse más a los investigadores internacionales, sean agentes, espías, infiltrados o funcionarios al servicio secreto de cualquier reino o gobierno. Una arqueología del cine de acción que resultaría difícil ahora por el GPS, cookies, hipervínculos y cualquier otra parafernalia tecnológica que hoy mismo nos localice en el lugar desde el que ha sido tecleado este mismo texto.