Oh, bendita década de los setenta, en la que el cine, imbuido de la libertad que reinaba en el ambiente, se dispuso a romper tabúes y barreras de representación para perturbación del público (y la crítica) más bienpensante. Si el cine negro había funcionado siempre como vehículo a través del cual exponer las carencias e injusticias de la sociedad (corrupción, pobreza, falta de oportunidades), es lógico que la cuestión racial, candente ya en EE.UU. desde la década de los sesenta, adquiriera poco después un brutal altavoz nuevamente mediante la fórmula de un cine policíaco de naturaleza profundamente combativa, cuando no directamente subversiva. La finalidad no era tanto poner sobre la mesa la situación de la población negra en aquellos años (que también), sino levantar un panteón de ídolos cinematográficos propios (Shaft, Super Fly, Dolemite, Cleopatra Jones…) que congregaran a su público potencial en las salas (hablamos de cine de bajo presupuesto, por lo que el éxito en taquilla era igualmente un objetivo primordial) y asentaran en sus conciencias la semilla de la resistencia y la rebelión contra el opresor blanco.
Es cine nacido de las entrañas, cuya naturaleza profundamente crítica no merma ni un ápice su espíritu salvajemente dionisíaco, al menos en los mejores exponentes del subgénero, entre los que se encuentran las dos joyas que Jack Hill, cineasta verdaderamente grande, construyera a mayor gloria de la fundamental Pam Grier: Coffy y Foxy Brown. Nos centraremos en la primera, la que dio inicio a la leyenda de la actriz, básicamente porque condensa, en mi opinión, lo mejor del cine ‹blaxploitation›: combatividad ideológica, irreverencia casi sulfúrica de tan salvaje, erotismo voluptuoso (a la inolvidable Pam la acompañan otras tantas bellezas, blancas y negras) y un afán encomiable por saciar la glotonería de diversión del espectador más desprejuiciado, aquel que devora con deleite todas aquellas joyas en bruto nacidas en el seno de la serie B y el puro y duro cine de explotación, lleno de violencia, ritmo implacable, tramas delirantes de venganza y, en definitiva, ingentes dosis de diversión y entretenimiento genuinamente ‹pulp›.
En todo esto que decimos ya había demostrado su maestría el autor de la inclasificable Spider Baby. De hecho, un par de años antes nos había regalados dos joyas del cine carcelario como son Big Doll House y The Big Bird Cage, en las que ya aparecía Pam Grier. Pero perfeccionaría la fórmula en Coffy, ejemplo de cine policíaco rodado con un brío narrativo verdaderamente notable, y especialmente llamativo por la forma en la que se atreve a ir un poco más allá, en términos de violencia y de ideas peliagudas, de lo que solían ir el resto de cintas cortadas por un patrón similar (pienso en la tibia Cleopatra Jones y en la mediocre Shaft). Hill, imbuido de una libertad que nunca le hubiera permitido una major (hacia la que derivó, sin ir más lejos, Coppola, por citar a otro director que se inició, como Hill, en la escuela de Roger Corman), factura de este modo una película que se siente enormemente personal, y que al tiempo luce todo el potencial del mejor cine ‹blaxploitation›, captado por su director (blanco) con una mano torcida para el disparate inteligente y el desquiciamiento narrativo.
En una industria profundamente racista como la del Hollywood de aquellos años, este tipo de películas no podían contemplarse más que con cierta condescendencia, como era de esperar. Sea como fuere, cumplieron sus objetivos con holgura, llenando las salas y reivindicando una parcela propia en una historia del cine que siempre había ninguneado y tratado con desprecio a los negros, amén de unir fuerzas por la lucha de sus derechos, sirviendo de eco cinematográfico a las revueltas que tenían lugar en las calles por aquellas fechas. En cuanto a Hill, nos brindó una apreciable cantidad de perlas abonadas al terror, el erotismo, la explotación y la simple y dura diversión, hasta que el pinchazo en taquilla de Switchblade Sisters (excelente película) le incitó, por desgracia, a dejar a un lado el cine para dedicarse a otros menesteres. Nos queda, eso sí, su legado, y sobre todo esta Coffy que, aún hoy, sigue haciéndonos vibrar de placer… y añorar unos tiempos en los que el cine tenía muchos menos escrúpulos y se sentía, en definitiva, más libre.