Si hay una figura innegablemente relacionada con la creación de monstruos en la parcela del cine de género patrio, esa podría ser la de Paul Naschy, pues más allá de ponerse en la piel del hombre lobo como intérprete, fue capaz de crear un universo icónico como cineasta bajo el que aunar un horror relacionado con esos engendros que cohabitan bajo nuestros instintos más primarios. Esa predilección y la inaudita desfachatez de un Francesc Capell primerizo capaz de escribir, montar, dirigir, producir e incluso ponerse ante las cámaras fue quizá uno de los estímulos que llevó a Naschy a situarse ante el particular prisma del catalán y tras el hallazgo del excepcional “monstruo” de Capell: un (anti)héroe imprevisible y desvergonzado como el que más.
Ese terreno en el que se sumerge Capell de la mano de uno de los iconos míticos del fantaterror español, va acompañado de una incursión —como no podría ser de otro modo— en el género al que precisamente se aproximó este a lo largo de su carrera, aunque adecuando los parámetros de una propuesta donde caben desde el fantástico más bizarro y envalentonado —aquel que en su secuencia inicial ya nos recuerda sin el menor de los pudores al Cronenberg de Scanners— hasta la sci-fi más tronada —especialmente en la descripción de un universo afincado en una realidad nada lejana a la nuestra, aunque corrompida por esos personajes tan singulares que dan forma al microcosmos descrito—, todo ello ante el desparpajo de un personaje tan afín al espacio concretado como a esa naturaleza tan llana y espontánea que en no pocas ocasiones define tanto el humor patrio como nuestro carácter. No se incurre, no obstante, a través de ello en una vulgarización con el objetivo de encontrar un lenguaje más apropiado para instaurar cierta conexión, pues Capell establece un juego de antagónicos del mismo modo que encuentra un mimetismo implícito entre su personaje y el tono del film: tan descarado y astuto se muestra uno como el otro.
Ni la patente escasez de medios —obviada a través de la economía de planos, de unos efectos especiales tan limitados como audaces e incluso de la forma de establecer espacios—, ni la más que indiscreta forma de fusilar referentes y reformularlos a su manera, hacen de Científicamente perfectos una obra impersonal, pues en el defecto (y, por ende, virtud) de Capell se encuentra el armazón de un cine sin complejos que se refleja tanto en los elementos más primarios —esos primerísimos planos de la alquimista— como en la (sin)razón de explorar ciertos recovecos —con su conclusión—, haciendo así del resultado final algo más que una rareza a reivindicar o un título al que rendir culto por su extraña (y escueta) forma de entender las dobleces del género: también la clara exposición de que puede haber algo más allá de la devoción por hacer cine, y no es otra cosa que un carácter tan osado como admirable.
Científicamente perfectos se podría comprender de este modo como la mayor y más poderosa elongación de ese cine de género nacional que se contemplaba como propio, sin indagar necesariamente en patrones ajenos —aunque, se busque o no, siempre los haya— y encontrando por lo general en sus raíces una esencia que lo hizo único. No hay que contemplar expresamente sus cualidades, pues, para sustraer de ella aquello que hoy por hoy resulta difícil encontrar, no tanto por carencia o desapego, sino por la inclinación a unos modelos —los del consumo, la venta al por mayor— ante los que parece inviable no doblegarse para encontrar aquello que el catalán parecía buscar en su trabajo: entusiasmo.
Larga vida a la nueva carne.