Chocolate arranca mostrando a dos jóvenes españoles en Marruecos. Se trata de El Jato (interpretado por Manuel de Benito) y El Muertes (un Ángel Alcázar espectacular, que se convierte en el alma de la fiesta y que desgraciadamente salvo apuntes puntuales no tuvo una carrera a la altura de su talento). Han ido a bajarse al moro, o lo que popularmente se conocía en los años 80, ir a Marruecos en busca de marihuana barata para venderla en España con alto porcentaje de beneficio. Si bien en un principio parece que han pegado un pelotazo al adquirir buena mercancía, pronto se darán cuenta que la transacción ha sido una trampa pues los compinches del veterano marroquí que les vendió la mercancía les persiguen en coche para robarles la droga, dejando a la pareja tirada sin la droga que habían ido a buscar.
Para poder regresar a España El Jato llama a Magda (Paloma Gil), su novia perteneciente a una familia de clase media que trata de evitar que su inocente y soñadora hija acabe siendo presa de las bandas y quinquis que campan por Madrid (magníficos somo siempre Agustín González y Encarna Paso interpretando a ese matrimonio de la transición tan arquetípico con un padre despreocupado más interesado en ver la tele y una madre ama de casa abnegada y controladora siempre alerta de los movimientos de su hija Magda).
Sin embargo durante la llamada telefónica a España, el Muertes se percata de la presencia del jefe de la pandilla de marroquíes que les atracó en la persecución en coche por el desierto. Tanto El Muertes como El Jato seguirán al susodicho a un baño público y allí le darán su merecido recuperando la marihuana usurpada.
Cumplida la difícil tarea de despistar a los perros policía y a la guardia de frontera que rastrea cada maleta en busca de droga, Jato y Muertes llegarán al encuentro de Magda que ha ido a recibirlos a Algeciras. Ante la falta de transporte Jato robará con gran pericia un coche para poder arribar a Madrid.
Una vez en la ciudad ambos trapichearán con la mercancía para obtener un buen dinerito y descubriremos la personalidad de nuestros héroes. Observaremos como Muertes es un maleante con aires de grandeza. Un “Little Caesar” que pretende ascender en el escalafón de la droga desde su actual posición de simple camello de baja estofa. Sin embargo Jato es un alma más cándida y menos ambiciosa. Perteneciente a una familia desestructurada que habita un barrio de chabolas de las afueras de Madrid con un padre alcohólico y una madre que trata de sacar adelante a sus hijos como buenamente puede. La ilusión de Jato es sencilla: comprar una casa de campo para formar una familia con Magda y ayudar a su madre con la crianza de sus hermanos.
Los objetivos enfrentados de Jato y Muertes chocarán por tanto. Y también sus adicciones, puesto que mientras Jato está limpio de cualquier consumo de drogas, Muertes es un heroinómano que siente el mono con tal fuerza que necesita meterse cualquier mierda al cuerpo para calmar sus dependencias.
A lo largo del film seremos testigos de los trapicheos de la pareja protagonista con una marquesa a la que además de consumir drogas también le gusta rifarse a Jato y Muertes en la parte trasera de su coche. Como Muertes se acostará con un homosexual directivo de una empresa al que chantajeará para conseguir dinero grabando su noche de pasión y amenazándolo con entregar la cinta al consejo de administración de la sociedad de la que es alto directivo. También asistiremos a la pérdida de la inocencia de Magda, una joven perteneciente a una familia de clase media que abandonará el control del hogar para adentrarse en la aventura de que le ofrece tener un novio criminal y a la que la mala influencia de Muertes le inducirá tanto a prostituirse con un farmacéutico degenerado que regala metadona a cambio de los favores de las jovencitas como a iniciarse en el consumo de la heroína, punto que supondrá una fuente de fricción entre su novio Jato y su colega Muertes.
También observaremos como los intentos de Muertes por convertirse en un capo de la droga acarrearán malas consecuencias para Jato, quien se verá implicado en la muerte de un narcotraficante holandés y también será obligado a participar en una transacción en Marbella con unos jefes de la mafia de la droga marsellesa.
Todo ello acarreará el enfrentamiento y separación de los dos amigos, sobre todo después de que Magda casi muera de una sobredosis de heroína facilitada por Muertes. Sin embargo, el destino volverá a unir a ambos cuando El Muertes es detenido por la policía por posesión de drogas y como acusado de la muerte del traficante holandés y las fuerzas de seguridad le tratan de sacar información de quien fue su compinche en el asesinato del traficante. ¿Delatará Muertes a su amigo Jato o su código de honor le inducirá a ser fiel a sus valores e ideales?
El cine quinqui, (sub)género que surgió en la España de mediados de los 70 y continuó con buenos resultados hasta principios de los ochenta, podría decirse que es nuestro western patrio. Al igual que las películas de vaqueros el cine quinqui surge de una geografía, demografía y tiempo muy concretos siendo necesarios estos ámbitos para poder adscribir una cinta al género. Asimismo, surge como en el western esa idea de romantizar al ‹outlaw› como héroe defensor del débil frente a poderosos y usureros. Todo ello, en mayor o menor medida, común también en el cine de samuráis japonés o las cintas del ‹poliziesco› italiano. No hay western clásico sin vaqueros, pistoleros, séptimo de caballería o sheriff y sin llanuras norteamericanas. No hay ‹poliziesco› sin delincuentes ni policías en Milán, Roma o Nápoles. No hay ‹chambara› sin samuráis ni casas de bambú feudales japonesas. No hay cine quinqui sin delincuentes, drogas o persecuciones en un R5 o un “supermiraflori”, atracos y ni sin arrabales de una gran ciudad española.
Es por ello que sus mejores productos sean tan fascinantes. Por su reflejo de una antropología y de una época irrepetible que recrea con mucho tino una radiografía muy jugosa y atractiva de la sociedad española de una época: la del final de la dictadura franquista para dar paso a la mitificada Transición y su posterior transmutación en una democracia occidental que tantas dudas genera en estos momentos tan confusos que nos ha tocado vivir.
Asimismo los (anti)héroes del cine quinqui siguen un patrón muy reconocible y seductor. Pertenecientes a familias desestructuradas que habitan los extrarradios de la gran ciudad en chabolas de mala muerte a los que no les ha quedado más remedio que seguir la senda del crimen (tráfico y consumo de drogas, atracos a farmacias y bancos, tirones de bolsos, asaltos a navaja armada, etc.) para poder subsistir y librarse de la exclusión social que les persigue y atenaza. En las películas igualmente se muestra las corruptelas de la nueva clase política (con críticas directas a los nuevos partidos políticos tanto de izquierdas como de derechas – véase La patria de El rata, Maravillas o la protagonista de esta reseña como ejemplos- ), un retrato de los cuerpos de seguridad del estado como un ente opresor y torturador así como un reflejo de las perversiones y degeneraciones de la alta burguesía mostrando su inmoralidad ligada a la tenencia de dinero en demasía. También era bastante habitual encontrarnos con alguna escena subida de tono, muchas gratuitas, para avivar la calenturienta y puritana mente del espectador de la época al que siempre le gustaba disfrutar del erotismo desde la distancia.
Como contrapunto a estos ejes del mal el delincuente es representado como un pobre diablo enfrentado a un sistema corrupto y degenerado. Una persona noble de buenos sentimientos que lucha contra todos para poder llevar algo de dinero a su familia. Con unos mandamientos firmes que le impiden traicionar a sus amigos y familiares ni por dinero ni por mujeres, eligiendo ser encerrado o incluso morir antes que abandonar sus principios y valores. De hecho una frase de un pensador chino que se inserta en el arranque de Navajeros define muy bien el perfil del héroe quinqui: «Los hombres no se hacen criminales porque lo quieran, sino que se ven conducidos hacia el delito por la miseria y la necesidad».
Estos ingredientes, y otros más, se hallan presentes en una propuesta de cine quinqui radical como es Chocolate, película filmada en 1979 y estrenada al año siguiente dirigida por Gil Carretero tratando de alcanzar el éxito que había tenido José Antonio de La Loma con sus Perros Callejeros, sin duda la película que arrancó el género, compartiendo año de estreno con la que en mi opinión es la cúspide del (sub)género como es Navajeros de Eloy de la Iglesia. Si la obra maestra de Eloy de la Iglesia podríamos definirla como La diligencia del cine quinqui (la presentación de El Jaro con un primerísimo plano que estalla en la pantalla guarda muchas similitudes con la primera aparición de Ringo, el personaje de Pepe Sacristán sería el de Thomas Mitchell y la prostituta interpretada por la mexicana Isela Vega sería una reinterpretación de la representada por Claire Trevor), la de Gil Carretero podríamos definirla —salvando las distancias— como el Dos hombres y un destino del quinqui.
En primer lugar por erigirse como una bonita historia de amistad entre dos hombres a los que les espera un trágico y claro desenlace, estableciéndose un triángulo complejo cuando la novia de uno de ellos decide abandonar la comodidad del cobijo de su casa para emprender la aventura de la delincuencia. Igualmente molones son las diversas desventuras de la pareja protagonista tanto en el arranque en Marruecos cuando deciden bajarse al moro para comprar mercancía para vender en Madrid, como sus posteriores episodios en la capital de España y Marbella enfrentados con mafias internacionales de narcotráfico. Aunque la película apunta sobre todo a la derivada de acción y crimen como uno de sus puntos fuertes, en mi opinión Chocolate se erige fundamentalmente como una muy buena historia de camaradería y amistad masculina en la que observaremos como esa amistad sobrevivirá finalmente a todo tipo de acontecimientos y desgracias. Asimismo la película refleja con mucho acierto la dictadura que vino a sustituir a la política y que destruyó a toda una generación de jóvenes de la época: la droga.
Un punto muy acertado de Chocolate es ese. Como la droga sustituyó a la política introduciendo a sus jóvenes consumidores en una espiral de dependencia y mono que les impidió poder disfrutar de una emancipación plena. Ello es dibujado a la perfección con la metáfora que supone la Real Casa de Correos de la Puerta del Sol de Madrid, sede en el momento del rodaje del film aún de la Dirección General de Seguridad, y donde seremos testigos de como es torturado uno de los protagonistas siendo el objeto de la tortura dejarle sin la dosis de heroína para que confiese quienes son sus compinches. El mono le acecha de tal manera que la tortura se convierte en algo más terrible que los latigazos o golpes. Asistimos pues a como la dictadura política y policial cede el testigo a la dictadura del mono, a la de la drogodependencia. Esta escena cumbre con la que termina la película es genial. No solo por lo comentado, sino por la dignidad del quinqui que dará lugar a un desenlace brusco, tremendo y ciertamente sorprendente que es muy consecuente con lo reflejado a lo largo del film. Igualmente será triste e incierto el destino que espera a la pajera de enamorados, siendo el plano final de la mirada de Magda una especie de espejo que refleja que esos deseos de juventud y esperanzas de convivencia jamás serán cumplidos con la pérdida de la inocencia de la que hemos sido fieles testigos.
A destacar la excelente labor del dúo protagonista, unos jóvenes Ángel Alcázar y Manuel de Benito (ambos ya fallecidos) que cumplieron a la perfección con su cometido de dar rostro a esos personajes arrabaleros y honorables del cine quinqui y que desgraciadamente no tuvieron una carrera en el cine ni larga ni fructífera. También el excelente reflejo de la sociedad de la época y del Madrid de principios de los 80. Llama la atención tanto los cambios arquitectónicos, demográficos y sociales que han tenido lugar en un lapso de tan solo 40 años. Las calles de Malasaña, de esa Plaza del Dos de Mayo, de Gran Vía y La puerta del Sol ya no son iguales que los retratados en la película. Sus habitantes tampoco son los que eran. Los quinquis y los ladrones han cambiado. Parece que se asoman ahora como más brutales y sanguinarios. Tienen menos escrúpulos al asaltar a señoras para robarles su pensión en lugar de atreverse con bancos y ricos, políticos y poderosos como hacían los quinquis de este género cinematográfico español.
Como buena cinta quinqui, también destaca una banda sonora repleta de pelotazos de la época siendo especialmente reconocibles el Alí Mustafá de Amina y el Call me Lady Champagne de la por aquel entonces conocida como Bibi Andersen.
Todo ello convierte a Chocolate en una cinta de cine quinqui en estado puro, una de sus piezas seminales a la vez que menos recuperada y reivindicada y que en mi opinión merece muchísimo la pena por las cosas que cuenta y como las cuenta. Además de por ser un ejercicio de arqueología antropológica y social de primer orden que nos hace darnos cuenta de lo mucho que Madrid y España ha cambiado en tan solo cuarenta años de historia. O no. Quién sabe.
Todo modo de amor al cine.