«Que estos amantes de la muerte lo que más odian es a un hombre que ame la vida tal vez…»
Reseñar esta película en este momento avasalla mi cuerpo de emociones, la mayoría negativas. En los últimos días, en Colombia (mi país) han muerto más de 20 personas en medio de las protestas en contra del gobierno, 20 personas que se perderán en el mar de muertos en el que naufragamos desde que esta patria huérfana se forjó. Es triste marchar, en medio de los gritos y las arengas uno pregunta y no encuentra esperanza, es como una marcha zombie, un gusano de gente intoxicada por los gritos ahogados de los cientos de miles que abandonaron esta tierra impunemente, esta tierra que los traicionó por creer en algo, que dejó morir a sus mejores hijos no sólo en silencio, sino destruyendo sus identidades, estampando sobre sus seres consignas difamadoras —«Comunistas», «guerrilleros», «vándalos»—, justificando los crímenes como un mal necesario para salvaguardar la conciencia alienada de unas clases sociales que desconocen la humanidad de aquellos rostros que sangran en el pavimento.
La cinta es un retrato como el de muchos que se pasean hoy en día por las calles en manos de los familiares de los caídos, el triste recuerdo de que detrás del manso cadáver que reposa impasible en el suelo hay un cumulo de relaciones y sentidos quebrados que quedaron estancados en el tiempo atravesando a hijos, madres, amigos, vecinos y conocidos… la muerte como experiencia colectiva cuando nos encuentra de manera prematura se lleva con nosotros una buena parte de ese tercer ente que es el “somos” (pareja, familia, región, nación). Héctor Abad Gómez, según cuenta el documental, fue un hombre intachable, un individuo poseído por principios altruistas, entregado a las causas sociales con un compromiso a ratos autolesivo que lo hizo acreedor del disgusto y el rechazo de aquellos que buscan mantener al pueblo sumiso y dócil, que como no pudieron callarlo con amenazas ni difamándolo, decidieron borrarlo. Triste tener que explicar y hacer énfasis en el hecho de que quien fue vilmente asesinado era una persona noble y bondadosa, pues en el país donde todo se soluciona con bala, la muerte se justifica ante una mínima provocación: una patada, una piedra arrojada, no ceder el andén, marchar de noche, decir una mentira, andar por donde no te conocen, ser un vicioso, ser un “gamín”, no ser nadie… la mayoría de la gente entiende que el que fue asesinado labró su condena aunque sea con un mínimo defecto: «Él se lo buscó», «¿quién lo manda?», «por algo seria»; todo esto quizás porque es más fácil perseguir a los muertos que enfrentar al cruel estado represivo que ha hecho de las fuerzas de seguridad y del órgano judicial entes poco operantes que rara vez son capaces de encontrar justicia y que, con frecuencia, sirven de herramientas para que los mismos corruptos que ostentan el poder se evadan de sus responsabilidades y silencien a quienes levantan la mano contra ellos. Bandidos y canallas de cuello blanco que entienden a nuestra nación como suya y que, en su distanciamiento cínico, minimizan y desprecian el dolor de aquellos que no sustentan la honra en el dinero.
La muerte de Héctor Abad Gómez es otro clavo en el ataúd que es mi patria, esa pesadilla colectiva que vivimos todos a diario en la que la muerte gana y ríe… y ni siquiera se ríe de ti.
«Siento odio por esta violencia, por los que lo mataron no, ellos no merecen ni siquiera odio» dice el joven Héctor en una de sus entrevistas, en esta camada de bestias nacidas y criadas en un infierno de abandono y soledad donde la esperanza y la fe se traicionan, la vida se ha vuelto un chiste, una experiencia despreciable y despreciada cotidianamente, donde lo que mueve a los asesinos más que una rabia u odio en concreto es la asimilación de esta realidad atroz que no da pie a creer en algo más que en la muerte.
Fragmentos de una vida destrozada circulan por la pantalla y se juntan en la memoria con el de miles de sombras que creyeron y cayeron. Porque este no es solo un documental sobre Héctor Abad Gómez y su familia, sino la historia que se repite a diario casi que rayando el vulgar cliché, pues son cientos los líderes sociales que mueren por año luchando por romper este bucle infinito de muerte y corrupción. Aun así, quedémonos con las palabras finales del hijo, pues así como el amor, cariño y entrega que su padre siempre estuvo dispuesto a darle, le otorgaron la fuerza para sobrevivir y seguir, que sea también el recuerdo de aquellos que nos amaron sin merecerlo el que nos motive a seguir marchando junto a sus sombras, construyendo con ellas algún día un país en el que podamos mirar con animo al cielo y creer en algo mas allá de la muerte.