En el intento de concebir una delimitación de las naturalidades del slasher como corriente dentro del género de terror, además de una ubicación temporal que permita descubrir las películas que consecuentemente luego se establecerían como films germinales, es interesante la labor de arqueología que plantea indagar en las cinematografías de explotación de las décadas de los 60 y 70. Carnaval de sangre viene muy al caso por tratarse de una desconocida pero significativa pieza predecesora del mencionado subgénero, procreada años antes de que obras como La noche de Halloween o Viernes 13 estableciesen los tropos de la corriente de manera canónica, encontrándose en esta cinta de 1970 unas características comunes, planteadas con la ingenuidad propia de su condición de película de etiqueta grindhouse y no bajo una pertenencia implícita hacia ninguna vertiente del fantástico. Un asesino sin identificar atemoriza el legendario parque de atracciones de Coney Island en Nueva York; a través de las vivencias de varios personajes, e incluso algún detective espontáneo, pronto se descubre que las víctimas hacían un recorrido similar por algunos de los rincones más característicos del parque, algo que será vital para dar caza a quien corrompe la habitual jovialidad con la que se presenta esta localización creada para el disfrute del ciudadano y que en este film esconderá un reverso tenebroso.
Dirigida por Leonard Kirtman, realizador salido del underground neoyorquino, aquí ante su ópera prima y que posteriormente se convertirá en un infatigable director de cine erótico, la obra se establece entre la línea del desenfado y las aristas del amateurismo de directores de la época como Herschell Gordon Lewis o Andy Milligan, cuya trama se desarrolla en una mirada introspectiva hacia las propias costumbres de un grupo de ciudadanos dentro de este parque de atracciones tan genuinamente americano. Caracterizada por su ritmo lento, dirección anacrónica y una escasa consistencia narrativa, de ella se puede extraer la centralización en su ubicación carnavalesca, ítem premeditadamente expuesto en pantalla (Kirtman se preocupa en mostrarnos todos y cada uno de los recovecos de su campo de juego), aportándole pequeñas gotas de sordidez en base a un curioso juego de sonidos y cierta saturación visual, acrecentados en su escenas de impacto; estas, posicionadas en el metraje de manera aislada, se verán mermadas por la falta de visceralidad escénica, propia aquí del bajo presupuesto aunque con ciertas filias a las germinales pretensiones del gore de la época. A pesar de un conjunto de taras que hacen de ella una película irregular, por momentos tediosa y de cierta anarquía audiovisual (curiosa e inesperada la inclusión, en repetidas ocasiones, de un ‹main theme› a modo de canción de inspiración country), su localización principal, de alguna manera, acaba jugando a favor del film, recreando un escenario colorista, circense, y, como si de un tren de la bruja se tratase, acaba recreándose en pantalla como un perfil atmosférico de siniestra luminosidad hacia su plano de fondo ubicado en el terror, como años después perfeccionaría Tobe Hooper en su necesariamente reivindicable The Funhouse, con unos resultados mucho más meritorios.
Pieza desconocida y perdida entre la multitud de películas grindhouse americano de los 60 y los 70, su escaso mínimo valor de producción no le impidió contar con la presencia de un futuro rostro conocido, aquí un Burt Young escondido bajo pseudónimo y que poco después vería aumentada su popularidad por su recordado papel de Pauli en la saga Rocky. La labor de rescate de una película como Carnaval de Sangre, como se indica al principio de estas líneas, da pie a analizar su estructura bajo las características del llamado proto-slasher, ya que sus enlaces con la corriente, a parte de su esqueleto argumental, son más que evidentes: la figura del asesino anónimo para incomprensión de un grupo de ciudadanos de a pie, la preferencia del homicida por el género femenino, la necesaria investigación para dar con su identidad, su juego para/con el espectador en base al ‹whodunit› o la justificación final a modo de flashback de las filias psicopáticas del criminal. Esto da prueba no solo de la falta de hermetismo de un subgénero como el slasher que muchos análisis se esfuerzan en delimitar en un grupo de películas determinado, demostrando además la efusividad del tan inabarcable como incombustible calado del cine underground norteamericano de aquellas décadas.