Aunque el terror y el erotismo han centrado la filmografía del extraordinariamente prolífico Jesús Franco, estamos ante un autor que no ha temido incursionar en otros géneros cuando lo ha creído oportuno. En este sentido, probablemente sea la década de los ochenta la que ha marcado más cambios de registro en toda su trayectoria, con títulos adscritos al cine de aventuras, acción, comedia, bélico e incluso artes marciales. Es, también, la última etapa suya en la que podemos hallar filmes de cierto vigor creativo, seguramente lejos de la dulce década de los sesenta (sus años de mayor inspiración), pero también muy lejos de los niveles abismales a los que se vio abocado su cine a partir de los años noventa, llegando a tocar la sima de lo insoportable con sus obras de vanguardia mal entendida del siglo XXI (a excepción, quizás, de Al Pereira vs. The Alligator Ladies, por lo que tiene de testamentaria y suicida). En este territorio intermedio, en el que persiste el baño de erotismo pero sin el influjo experimental de sus películas de los años setenta, encontramos Camino solitario, un ejemplo de cine negro canónico que, sin dejar de lado ciertos rasgos autorales (dilatadas secuencias de sexo que dinamitan el tempo de la narración, localizaciones —el Piano Bar Intermezzo— de aire decadente en las que impera el jazz y una sensualidad tóxica), se sitúa perfectamente entre lo más convencional, casi comercial, que ha rodado su director, sin que esto suponga necesariamente algo negativo. Más bien al contrario: como ocurría con Los depredadores de la noche, a veces en un espacio más impersonal es donde Franco logra plasmar sus ficciones más sólidas y disfrutables.
Esta intriga tan prototípicamente noir que nos ocupa podría ser una de ellas. No está, ni por asomo, entre lo mejor que haya rodado el autor de Vampyros Lesbos, pero sí supone una grata y respetuosa aproximación cinéfila a un género eminentemente estadounidense que Franco se apropia pasándolo por el tamiz costumbrista e irónico de nuestra tierra. El hecho de encajar influencias de Perdición, Harper, investigador privado, Chinatown y hasta Vértigo en el enclave de la Costa del Sol, y con un detective de medio pelo interpretado con inesperada convicción por Antonio Mayans (un habitual de su cine) como protagonista, aporta no pocas dosis de encanto e ironía a una propuesta por lo demás alérgica a las sorpresas: los personajes son arquetípicos y la historia resultará familiar a cualquiera aficionado a la literatura de Chandler y compañía. Sí hay, no obstante, algún elemento (ambientación localista al margen) que aporta frescura a un material tan degradado por el uso. Me refiero a la presencia de la hija del detective (interpretada por la propia hija de Mayans), cuya relación con su padre dota de una necesaria carga de humanidad y cercanía a nuestro héroe, al tiempo que remite a otra ficción reciente que también destacaba por desarrollar una entrañable relación paternofilial en el marco de una trama criminal noir: la excelente Dos buenos tipos, de Shane Black.
Por lo demás, los acérrimos de Jesús Franco podrán disfrutar reconociendo tics y obsesiones que éste integra en el relato con mayor o menor acierto, como el ya citado clima jazzístico que crea la banda sonora, unos turbios episodios sexuales marcados por la melancolía y el desencanto (los flashbacks en el Piano Bar) o bien por la violencia y la crueldad (la forma en que Lina Romay utiliza su carnalidad para martirizar a su cascado marido, aquí en la piel del gran Ricardo Palacios) y una querencia por cierto componente trágico y fatalista que, en cualquier caso, parece intrínsecamente propio al mismo género negro, o al menos al de una buena parte del mismo. Es una lástima, sin embargo, que el empeño de su director por cuajar una decente película de suspense no se materialice en algo más memorable. Por mucho que admiremos a su director (es el caso de quien esto escribe), sería injusto no reconocer que la narración resulta en su mayor parte torpe, arrítmica y con una molesta tendencia a sobreexplicar lo evidente, especialmente en un clímax final demasiado forzado, y que a su vez carece de los suficientes elementos de tensión (sucede poco a lo largo del metraje y hay menos violencia de la deseada) como para hacer de su visión una experiencia emocionante. Hay, aquí y allá, destellos de imaginación en la puesta en escena, pero son eso, brillos aislados en un mar de vulgaridad visual e impericia narrativa.
Si se saben perdonar estos defectos, no precisamente pequeños, se podrá disfrutar de una película que homenajea con cariño (y no pocas dosis de humor) a todo un género, al tiempo que intenta ser fiel a ciertas constantes de su autor (la cualidad predadora y letal del sexo) que son las que marcan la diferencia respecto a los modelos que le sirven de inspiración. Puede ser poco o mucho, dependiendo de cada espectador y de las expectativas depositadas, pero los rastreadores de ‹noirs› castizos fuera de lo común harían mal en dejar pasar esta rareza.