«— Dean Rusk: Se acaba la gran época.
— George Ball: Hablas como si se hubiera acabado.
— Dean Rusk: ¿El qué?
— George Ball: Eso, la gran época.»
Estos diálogos pronunciados por dos miembros del gobierno de Lyndon B. Johnson podrían servir para resumir muchos aspectos tratados en Camino a la guerra, el último trabajo de John Frankenheimer, realizado para el canal HBO en el año 2002. Porque se trata del fin de la época de idealismos norteamericanos por conseguir un país mejor para sus habitantes. También por ser un momento que suponía el fin de una década que se suponía esperanzadora desde la llegada de Kennedy al poder hasta la consecución de libertades civiles. Y sin duda por ser el final de unas décadas con cierta inocencia por parte de la población, de confianza en unos dirigentes a los que se votaban desde las urnas con la confianza de apoyar unos presidentes, gabinetes y representantes que resultaran íntegros, leales a la población y buenos mandatarios. Lo dicho, el fin de una época. Tampoco hace falta extender la mancha al resto del planeta porque si algo resulta encomiable durante la visión de Camino a la guerra es que no necesita justificar los errores, bandazos y decisiones por un enemigo más allá de la Casa Blanca.
El guión escrito por Daniel Giat —del que no citaremos más trabajos por no mancillar su curriculum— abarca el comienzo del mandato del demócrata Johnson, desde 1965 hasta 1969. Sus cuatro años, después de la sustitución del fallecido JFK, supusieron una época convulsa en cuanto al remate de libertades civiles en algún estado como Alabama, con el refuerzo para que pudiese votar la población de origen afroamericano, con las protestas —y respuesta desmedida— sucedida en Selma. Una subtrama que se agota en el primer tercio del telefilme y sirve como refuerzo personal del carácter abierto del retratado.
Las dos horas restantes acotan la historia en el conflicto surgido por la Guerra del Vietnam, una lucha que marcaría demasiados hechos estratégicos, sociales, mundiales y controversias que llegan prácticamente hasta el siglo veintiuno. Por no mencionar casi un género de films bélicos y derivados sobre esa guerra, prolegómenos y consecuencias derivadas de la misma. Pero no tiene la capacidad de denuncia en la corrupción que sugiere por la escalada de intereses de un país que debe dominar el comunismo —su bestia negra incomprensible, comparándola con el nazismo— o su posición como gran potencia mundial.
John Frankenheimer se pone el corsé de director profesional que puede llevar a cabo un encargo audiovisual con un guión convencional, atento a los vaivenes, datos y cronología del conflicto. Dirige un telefilme que se podría haber troceado en tres o cuatro episodios de una miniserie, fruto de su contrato para la HBO. Así que realiza con una profesionalidad fuera de manierismos y sin titubeos, una producción entretenida, solvente, clásica en su desarrollo. Entregada poco antes de que se comenzaran a reivindicar las series de televisión como las obras de arte que —por falta de cálculo o desconocimiento sobre el mismo medio televisivo— nos hemos empeñado en comentar que son los mejores relatos del nuevo milenio. Sin ir más lejos, el mismo Frankenheimer fue todo un profesional que comenzó su carrera como realizador catódico para diversas series. Su primer largometraje para cine, de 1957, es tan raro de ver en la actualidad, como su propio título: Un joven extraño. Su gran década cinematográfica transcurrió en los sesenta, con grandes obras como las olvidadas Los jóvenes salvajes, Su propio infierno o Los temerarios del aire. Clásicos como El tren y El hombre de Alcatraz. En los setenta, ochenta y noventa supo adaptar su estilo seco, activo y muy solvente al cine negro, suspense y política ficción o política a secas. Siempre fue un buen director de acción, respetuoso con los diálogos o personajes, sobre todo si estaban bien escritos y descritos.
Camino a la guerra es el salvavidas de su carrera después de la última cinta que estrenó en salas, Operación Reno, ni mala del todo ni buena por asomo, es decir de logros neutros, a pesar de sus actores. En el caso del filme realizado para la televisión, las ventajas son el marco del mandato de Johnson, sin la necesidad de ampliar el biopic a los años anteriores del protagonista ni a su declive. El resultado formal no engaña porque los tempos narrativos apuntan a segmentos de quince minutos propicios para intercalar pasos a publicidad. Períodos marcados por subidas de volumen o golpes musicales de la banda sonora, quiebros característicos de la verdadera edad de oro comercial de la televisión. La puesta en escena queda bien cubierta por el plano, contraplano, movimientos de grúa y planos de situación. También por fogonazos documentales muy breves con imágenes de archivo de la época. Aunque la debilidad de la producción se debe a una progresión de los acontecimientos que no resulta tensa ni climática, sobre todo si se compara con Trece días, el filme de Roger Donaldson que afronta la crisis de los misiles con Kennedy y con algunos personajes coincidentes como Robert McNamara. Aunque el film del discípulo resultó ser un ejemplo mejor conseguido en evolución dramática y suspense, siguiendo al dedillo el libro de estilo de Frankenheimer para El mensajero del miedo o Siete días de Mayo. A pesar de no llegar a estar en la misma forma que tenía entonces, el cineasta demuestra su buen ritmo y la categoría dramática de manejar a un reparto que parece el catálogo de secundarios prestigiosos que continúan ganando premios y comiéndose el plano cada vez que aparecen desde hace más de veinte años. Una lista encabezada por el irlandés Michael Gambon como un Lyndon B. Johnson sin prótesis auriculares; flanqueado por Donald Sutherland, Felicity Huffman, Alec Baldwin, Diana Scarwid, Frederic Forrest, Gary Sinise, Bruce McGill, James Frain, Sarah Paulson, John Aylward o Tom Skerrit…
Casi nada.