Una de las características más interesantes del ‹Boogeyman›, que según las latitudes también podríamos identificar con el Coco, el Sacamantecas, el Hombre del Saco y muchos otros apodos que me olvido o desconozco, es precisamente su universalidad: puede cambiar el nombre o la forma con que se lo representa, pero no su esencia. Esta capacidad para corporeizar temores ancestrales e instrumentalizarlos para corregir (¿traumatizar?) a niños problemáticos o simplemente con esa curiosidad propia de la edad de traspasar límites morales, deriva en un sugestivo foco de pesadillas de toda índole, un caldo de cultivo en el que se gestan leyendas urbanas y se dan forma a los monstruos de que toda cultura se vale, en mayor o menor medida, para mantener a raya al infante y sentar las bases de una conducta que se quiere ejemplar. Esto el cine de terror lo ha tenido en cuenta siempre, y de hecho muchos de los iconos del género pueden considerarse en el fondo eso, hombres del saco de la cultura pop que han ido marcando/aterrorizando/moralizando a las diferentes generaciones de espectadores: del propio ‹Boogeyman› (en las manos de Lommel o de su nueva encarnación del siglo XXI, todas ellas con resultados mediocres) a Freddy Kruger, pasando por el ‹Creeper› de Jeepers Creepers o Michael Myers, quizás el más definitivo por englobarlos a todos en esa máscara blanca e inexpresiva en la que se condensa un Mal eterno y sin explicación.
Por supuesto, en el formato del cortometraje no han faltado tampoco interesantes variaciones (hace poco Germán Sancho y Raúl Cerezo añadieron otra pieza al canon con Caraoscura, eficaz cuento de terror sobre niños asustados y criaturas de la noche capaces de suplantar identidades), pero ahora centrémonos en un filme bastante ignoto y curioso, la danesa Buldermanden, de Jesper Nielsen, más conocido por sus trabajos para la televisión en prestigiosas series nórdicas del calibre de Borgen o Greyzone, que a mediados de los noventa planteó este pequeño juguete de género en blanco y negro con algo del aliento expresivo del primer Jean-Pierre Jeunet o Luc Besson, salvando las muchas distancias. Es decir, un artefacto narrativo de tono dispar, entre cómico y perverso, que a ratos cae en el simple desconcierto, y que, aunque no termina de sacar partido de su premisa (esto es, una niña empuja a su conflictivo hermano pequeño a las garras de ese “hombre del saco” que vive en la chimenea del edificio, con vistas a deshacerse de él definitivamente), resulta un ejemplo apreciable de suspense naíf y de lo ambiguo que resulta siempre el mundo a través de la mirada de un niño, cuya percepción se distorsiona por el simple desconocimiento del entorno adulto en el que se mueve, generando amenazas que quizás no sean tal.
Cabe avisar, eso sí, que no estamos realmente ante una obra de terror. Sí que juega con el terror, con los miedos infantiles que proyectan sombras sobre lo que no es más que pura cotidianidad, y que lo hace de un modo simpático, aunque poco sorprendente, pero quien espere una (breve) sesión de escalofríos, probablemente salga decepcionado. En su modestia, Buldermanden no deja de ser una reflexión inofensiva en torno a la importancia del punto de vista y la sugestión, como Otra vuelta de tuerca de James, remarcando el modo en el que esos cuentos de vieja que nos contaban de pequeño para que nos portáramos bien acaban arraigando en zonas umbrías de nuestro interior y viciando nuestro sentido de la realidad, aunque en este caso sin mayores complicaciones ni mayor objetivo que el de hacer esbozar una sonrisa en la cara del respetable (ya que cada cual juzgue si eso es suficiente o no).