Ahora que se estrena en nuestras carteleras la comedia 8 apellidos catalanes (Emilio Martínez-Lázaro, 2015), continuación del mayor éxito comercial patrio, desde Cine Maldito queremos reivindicar una obra olvidada como Beautiful People (Jasmin Dizdar, 1999), donde su cineasta juntaba unas cuantas historias tocadas todas ellas por el cliché, para terminar destruyendo esos mismos lugares en comunes y ofrecernos un relato fresco y divertido sobre el conflicto que asoló los balcanes en la primera mitad de los años 90.
Dizdar desapareció del panorama cinematográfico tras esta primera obra. Estamos, por tanto, ante un único éxito que no ha perdurado en la memoria cinematográfica del gran público ni tan siquiera de la crítica más especializada. No sabemos si esto es debido al vértigo que supone «una primera obra que da en la diana» para acabar diluyéndose (o peor aún, acabar emigrando a los Estados Unidos para hacer basura, camino no poco inusual de muchos cineastas europeos). Sea como sea, en Beautiful people se construye un relato interesante e estimulante, que sin duda acaba siendo, entre otras cosas, una cinta de denuncia «necesaria», adjetivo que desprecio para reivindicar el cine. Pero su éxito radica sobre todo en presentar una amalgama de historias que terminan por resultar un termómetro emocional tras la devastación de una guerra.
Su inicio comienza alto y apuntando ideas sencillas en lo visual pero que funcionan a las mil maravillas. Estamos en Londres, cuando, de pronto, dos hombres se cruzan por la calle y comienzan una terrible pelea que recuerda a la de Peter Griffif y su archienemigo el pollo. No hay tregua, no hay reflexión. Sólo hay odio. La pelea únicamente puede acabar cuando uno de los dos caiga muerto al suelo. Poco más tarde entenderemos lo sucedido; un serbio y un bosnio, vecinos y amigos de su pueblo natal, se reencuentran por casualidad en Londres mientras la guerra sigue en su(s) países. Ninguno de los dos sabe nada del otro, tan sólo que es el enemigo y por tanto, se le atribuye todo el mal que ha sufrido su gente. Finalmente y tras un accidente, los dos acabarán compartiendo habitación en un hospital de la capital inglesa.
Todas las historias tienen lugar en Londres, exceptuando la del cabeza rapada que tras un colocón acaba accidentalmente en Bosnia y la del reportero de guerra que se obsesiona con las mutilaciones de civiles. La primera recuerda irremediablemente a Kusturica, pero tampoco hay que olvidar la rica tradición escrita, cinematográfica e incluso a nivel de comic que había antes del archiconocido autor de Sarajevo (hoy reconvertido a ortodoxo serbio en un cambio ideológico y espiritual sorprendente para que represento el federalismo laico que en vano intento impulsar Tito y compañía). El resto de las historias tocan de alguna manera el conflicto bélico en su vertiente más humana y están protagonizadas por refugiados serbios en búsqueda de asilo en el Reino Unido. Las tramas van desde un serbio que intenta conseguir los permisos y acaba enamorado de una enfermera, una pareja que no saben si aceptar al hijo que ella va a traer al mundo porque que es fruto de una violación, únicamente ayudados por un padre de familia que se enfrenta a un divorcio, el cabeza rapada que se pincha heroína y acaba accidentalmente ayudando en la zona del conflicto gracias a que puede suministrar la medicina necesaria para paliar el dolor en las operaciones (la propia heroína), o las ya mencionadas historias con los dos antiguos vecinos que intentan asesinarse a cada ocasión ante la atenta supervisión de una trabajadora del hospital y el reportero de guerra que regresa a casa traumatizado por la experiencia.
En definitiva, todas las historias tratan de refugiados que huyen y como sus historias acaban tocando de alguna manera a una población inglesa que vive la guerra desde la lejania y sin comprender nada. Y algo tan sencillo y predispuesto a la lágrima fácil es resuelto desde un guión inteligente, con más miga de lo que parece al principio. Es cierto que visualmente Jasmin no arriesga mucho y prefiere poner toda la carne en el asador en sus personajes y en las ideas que desprende su relato, pero como decía, todo está milimétricamente pensando en el libreto que escribe y su final resulta lo suficientemente agridulce como para salir airoso.
Sus clichés acaban dinamitándose desde dentro y su resultado es una mirada sencilla pero lúcida, no sobre el conflicto bosnio, si no sobre las relaciones humanas, sus miedos, anhelos y esperanzas.
El montaje acaba siendo una pieza fundamental en su parte final, donde una especie de exaltación de la fiesta (todos acaban de alguna manera en una fiesta, ya sea una boda o un fin de año. Otro cliché del que se apodera Jasmin y lleva a sus últimas consecuencias, no hay balcánicos ni cine balcánicos sin una celebración, música y gente borracha) da pie para expiar los pecados o acabar mostrando el interior de un alma atormentada.
No todo acaba bien. Es el serbio enamorado, el tipo más simpático de toda la cinta, un buen tipo con mala suerte y sin papa de inglés, creado irremediablemente para conectar con él desde el guión, quién nos desgarra el alma y sirve como punto final a la cinta. Después de haber visto como se enfrentaba al racismo, a la barrera lingüística, a la burocracia consigue casarse con la mujer que ama y los papeles de residencia. Es en la boda, delante de todos sus futuros amigos, familiares y cuando ya es «aceptado» por una sociedad que lo miraba con el rostro torcido, el momento en que nuestro simpático personaje confiesa lo inconfesable; qué hizo en la guerra.
Todos, horrorizados, callan ante su relato. Nadie querrá jamás volver a mirarle. Él, feliz, muestra su tarjeta de residencia y sonríe. Por fin es un tipo normal. Ya no es un criminal.
No hay final. El resto de las historias acaban con una pequeña fiesta y sus personajes felices por estar vivos. Mañana será otro día. Mañana habrá otra guerra en algún otro lugar. Siempre habrá dos viejos vecinos que se reencuentren accidentalmente y se peguen de tortas hasta desfallecer.