El estreno de 1917, de Sam Mendes, nos permite recuperar esta pequeña y modesta incursión en los horrores de la guerra que dirigió para la TV el simpar Russell Mulcahy allá por 2001, y que destaca por traer a la memoria del espectador más encallecido cierto aroma a cine bélico de la vieja escuela ya un tanto difícil de encontrar en el cine contemporáneo. La película narra un episodio real de heroísmo y resistencia que tuvo lugar en los últimos días de la Primera Guerra Mundial en el bosque francés de Argonne, cuando un batallón estadounidense se vio obligado a resistir los embates del ejército alemán desprovisto de apoyo militar y recursos alimenticios y sanitarios. Lejos de caer en la propaganda o el simple patriotismo, la obra acierta a combinar de manera eficaz y orgánica un discurso de tintes claramente antimilitaristas y antibelicistas con una reivindicación del valor y el compromiso de ese grupo de soldados que dieron su vida para cerrar con éxito aquella sangrienta contienda, quedando su experiencia para la posteridad como uno de los hechos claves para la consecución de la victoria aliada frente a las Potencias Centrales lideradas por el Imperio Alemán y Austrohúngaro.
El cine actual nos ha malacostumbrado a unos niveles de hiperrealismo en el retrato de la violencia bélica (especialmente a raíz de Salvar al soldado Ryan) que puede hacer que al espectador de hoy lo que muestra esta película de Mulcahy no le golpee o le remueva en exceso, pero sería un error despreciar la competencia con que, partiendo de un presupuesto muy limitado, su director logra recrear no sólo la atmósfera que se vivía en aquella guerra de trincheras, sino el salvajismo de la misma, con sus disparos a bocajarro, sus explosiones, sus mutilados y quemados vivos, etc. Es una película considerablemente física que también se preocupa por perfilar a sus personajes principales, por ahondar en su personalidad y plasmar su tormento mental ante una situación tan límite, haciendo que sus esfuerzos denodados por sobrevivir calen en el espectador y que su destino final nos preocupe. Asimismo, no renuncia al espectáculo bélico puro y duro, siendo cine netamente entretenido pese a transcurrir prácticamente en un único escenario y pese a su ajustado y modesto entramado dramático.
El batallón perdido, con su espíritu de hazañas bélicas de antaño y su visión humanista, psicologista y crítica tan cara al género en los últimos tiempos, nos ofrece también la posibilidad de reencontrarnos con un director tan peculiar como Mulcahy, artífice de un cine mainstream y popular permeable a todo tipo de excentricidades, tanto narrativas como estéticas, y que aquí deja de lado el ánimo videoclipero que animaba su célebre saga de Los inmortales (para mi gusto, un título endeble y hortera que ha aguantado mal el paso del tiempo) para perfilar un estilo más artesanal, quizás algo plano en su plasmación audiovisual (no deja de acusar el hecho de estar concebida para el ámbito doméstico), pero con notables aciertos en lo referente a ritmo, planificación y montaje. No es que el resultado impresione, pero es un ejemplo de solidez que fácilmente sitúa a la obra junto a los trabajos más conseguidos de su autor, entre los que cabría mencionar Razorback, Resurrección o la tercera parte de Resident Evil.
Quien sea aficionado al cine bélico o simplemente viva con fascinación todo lo referente a aquella etapa tan trágica de nuestra historia, podrá disfrutar fácilmente con lo que aquí se ofrece, empaquetado y servido con una dedicación palpable, y eso también atañe a su joven y desconocido reparto, capitaneado por Ricky Schroder, que ayuda a aportar frescura a una propuesta, por lo general, más bien clásica, casi demodé (parece más cine de los 90 que del siglo XXI, sin que esto sea algo necesariamente negativo), en la que se agradece su transparencia narrativa, su ausencia de orgullo patriótico y su rechazo frontal al maniqueísmo (no dedica muchos minutos al enemigo, pero nunca cae en la tentación de demonizarlo). Asimismo, y quizás sea esto lo más gratificante de todo, nos recuerda el carácter plurinacional y humilde (judíos, polacos, hispanos, asiáticos, muchos de ellos provenientes de estratos sociales más que modestos) de todos los que lucharon y murieron en el bando estadounidense en la Gran Guerra, algo que, en tiempos en los que parecen repuntar el fascismo y la xenofobia, siempre conviene tener presente.