El cine anglosajón de principios de los años ochenta experimentó un cierto boom centrando algunos de sus grandes éxitos de crítica y público alrededor del mundo del periodismo. Así cintas como El año que vivimos peligrosamente, Los gritos del silencio o Salvador fueron obras que partiendo de guiones muy entretenidos trazados para abarrotar las salas cinematográficas sirvieron de vehículo igualmente para que ese público que asistía al cine contemplara historias dotadas de un cierto romanticismo amoroso tomando asimismo conciencia de la falta de escrúpulos de la que hicieron gala esas administraciones occidentales que mantuvieron en el poder en virtud de un pérfido juego de intereses económicos y de control político a toda una galería de sátrapas que gobernaron con mano de hierro y corruptas intenciones esos países donde se situaban las tramas de estas más que interesantes películas.
Dentro de este grupo de films destaca sin lugar a dudas Bajo el fuego. Esta es una película muy especial para mí. En primer lugar se trata de una de esas obras que sirvieron de lanzadera en las primitivas parrillas de esa privatización audiovisual que tuvo lugar en España a principios de los años noventa. Sí. Porque Bajo el fuego fue la película estrella de Tele5 en esos ingenuos años catódicos en los que la pantalla amiga mezclaba con cierto arte la picaresca de las Mama Chicho con una programación de calidad desde el punto de vista cinematográfico, punto que desgraciadamente brilla actualmente por su ausencia. Recuerdo por tanto esta película como una de las imprescindibles que alimentaron con resplandor mis primeros años de consciente cinefilia. ¿El motivo? Quizás porque no había visto hasta ese momento una obra que combinara con tanto lustre entretenimiento con compromiso político, ya que la cinta provocó en mí una inocente reflexión. Hecho muy meritorio puesto que mi mente no dejaba de estar construida por ese blanco juicio inherente a un niño de unos once/doce años. Y es que además del magnífico envoltorio de aventuras y acción que componía el marco externo de la cinta, existía también una soterrada trama de traiciones, descubrimientos y toma de conciencia narrados con tanta naturalidad por el novato Roger Spottiswoode que este aparente contexto de apoyo narrativo revertía en el auténtico talismán que vertebraba el film.
En este sentido, Bajo el fuego se alza por tanto como una de las películas más valientes y arriesgadas producidas por un gran estudio de Hollywood en esa década de desenfado y falta de reflexión para el cine que fueron los ochenta. Riesgo que explota con motivo de la apuesta del prestigioso guionista —y posterior cineasta— Ron Shelton de situar la trama del film en los últimos días de la administración fascista de Somoza y por ello en pleno apogeo de la Revolución Sandinista —un conflicto donde Estados Unidos con el disfraz de la CIA jugó un papel putrefacto y criminal armando y enriqueciendo al corrupto Somoza para que masacrara a la población civil en su propio beneficio con la excusa de luchar contra el comunismo representado por los milicianos sandinistas—.
Así, Bajo el fuego arranca en otro país sumergido en pleno conflicto revolucionario: el Chad. Allí se halla trabajando Russell Price (Nick Nolte), un temerario foto-reportero muy curtido en el trabajo de trincheras totalmente fascinado por las estampas moldeadas por la guerra. En estos primeros compases Spottiswoode perfilará a Price como un periodista sagaz pero quizás demasiado atrevido. Un hombre para el que tomar una instantánea bélica vale más que su propia vida. Y es que bajo esa apariencia desaliñada, Price esconde a un obsesivo fotógrafo cuyas ansias de triunfo han postergado en un segundo plano el cuidado de su vida personal y también amorosa. En el Chad Price se topará con unos viejos conocidos. Por un lado coincidirá en el campo de batalla con un oscuro personaje llamado Oates (un jovencísimo Ed Harris que interpreta de forma excelente un papel que le viene como anillo al dedo). Éste no es más que un mercenario, seguramente a sueldo de la CIA, encargado de enredar en los conflictos armados que tienen lugar en los países del tercer mundo para salvaguardar los intereses de la administración americana aunque éstos sean contrarios a la dignidad y ansias de libertad del pueblo que habita dichas naciones. Pero a Price también le acompañarán dos compañeros de profesión: el prudente Alex Grazier (Gene Hackman que también está espléndido en un papel secundario, pero relevante en el discurrir de la trama), un veterano periodista de Nueva York amigo de Price cuyo cuerpo parece estar cansado de tanto viaje y observación en primer plano de las miserias humanas. En medio del dúo de amigos se halla Claire (Joanna Cassidy que firma su mejor papel justo al año siguiente de interpretar a la replicante Zhora), una intrépida reportera de la que Price se halla profundamente enamorado, pero cuya relación con su amigo Alex frena sus intentos de conquista. Sin embargo el triángulo se romperá dado que Alex decidirá separarse de Claire para emprender una nueva etapa profesional como presentador de noticieros en una poderosa televisión neoyorquina, alejándose pues de los sueños de aventura que sí poseen tanto Price como Claire. Ideales que provocarán el aterrizaje de ambos en un nuevo conflicto que no parece prestar atención en las páginas periodísticas pero que se presenta fascinante debido al juego de ajedrez que se mueve en su frontera. De este modo los dos periodistas viajarán a Nicaragua para dar fe con esa imparcialidad que exige el código deontológico periodístico de los hechos que tendrán lugar en el país centroamericano.
Sin embargo, una vez acomodados en el país, tanto Price como Claire experimentarán un cambio en sus en principio equidistantes intenciones. De modo que poco a poco, mediante la observación de las tropelías que el ejército comete contra la miserable población civil así como con los sandinistas seguidores de un misterioso guerrillero llamado Rafael (un icono que adopta la fisonomía de una especie de ficticio Ernesto Ché Guevara) tanto Claire como Russell irán tomando partido en favor de la Revolución, dejando de lado por tanto esa objetividad informativa requerida —e imposible de ejecutar— por las facultades de las ciencias de la información. Paralelamente esta militancia política se unirá con el inicio de una relación amorosa entre los dos periodistas una vez que la otra pata del trípode —Alex—decide abandonar la lucha.
Price se involucrará con los rebeldes tomando una fotografía a petición de los sandinistas del líder Rafael. Un dirigente que ha sido muerto en combate contra el ejército en las montañas nicaragüenses, pero que será revivido por el fotógrafo a través de una estampa encargada por los milicianos insurrectos para hacer creer a la población que su líder sigue vivo. El impacto internacional causado por esta foto propagandística impulsará al viejo Alex a acudir a Nicaragua para conseguir una entrevista con el misterioso Rafael solicitando para ello la exclusiva a su antiguo amigo. Pero, la mentira tendrá consecuencias devastadoras tanto para el ambicioso Alex como para los inductores del fotomontaje. Puesto que tanto uno como los otros serán víctimas de las maquinaciones del tenebroso espía francés Marcel Jazy (Jean-Louis Trintignant), un maquiavélico personaje que parece trabajar para el dictador Somoza, pero que se encarga de tergiversar a dos bandas conspirando para el mantenimiento del orden político mundial apoyándose en las prácticas indecentes ejecutadas por el mercenario Oates, quien también se involucrará en el conflicto nicaragüense con el revestimiento de un mortífero espectro. Esta partida de intereses explotará en medio de una atmósfera beligerante, cambiando de raíz la existencia tanto de Russell Price como de Claire.
La película no tiene desperdicio alguno, y una vez revisada después de varios años, he de admitir que no solo mantiene su vigor narrativo sino que su valor se ha visto incrementado con el paso del tiempo. Y es que me sigue fascinando como Roger Spottiswoode supo otorgar a su obra de la necesaria chispa de acción trepidante sin olvidarse de ese marco de denuncia política absolutamente demoledora en contra de los aberrantes tejemanejes empleados por su propio país en Centroamérica. Y es que hay dos personajes que representan a modo de alegoría simbólica las políticas de la administración americana. Por un lado el miserable mercenario Oates, un ser violento y sin escrúpulos que aparece y desaparece como un fantasma sanguinolento para asesinar a la población civil sin ningún tipo de miramiento. Oates personifica pues los oscuros planes de la CIA, no dudando en aniquilar a campesinos o jóvenes idealistas a sangre fría empleando las más sucias estrategias de batalla, desvaneciéndose en los sombríos pasadizos de la política internacional sin pagar ningún tipo de peaje por sus crímenes. Del mismo modo, el astuto y traidor Marcel adopta la forma de esos patrones de la política internacional arraigados en una doctrina basada en las apariencias y en las formas, quien detrás de su disfraz de decencia y pulcritud esconde a un felón capaz de intrigar para el mejor postor a cambio del mantenimiento del ‹statu quo›.
No puedo dejar de mencionar el brillante vestido técnico que engalana al film. Puesto que a la hipnótica fotografía del siempre solvente John Alcott hay que añadir la eficaz banda sonora del maestro Jerry Goldsmith y un montaje espléndido que incomprensiblemente no fue agraciado con ningún premio ni mención. Un montaje que permite a la cinta recorrer un camino complejo y enrevesado sin ningún tipo de obstáculo que paralice el vibrante discurrir de su trama. Una epopeya que adolece de fisuras complementando con gran pericia la subtrama romántica con la política y la de aventuras, componiendo así un conglomerado altamente sugestivo y por tanto atractivo tanto para espectadores amantes del cine de mero entretenimiento como para aquellos más interesados en ese cine más comprometido e intelectual.
Y es que esa guerra entre el pujante Sur y el decadente Norte fue fielmente expuesta por Spottiswoode gracias a un guión milimétrico que encierra frases que obligan a plantear una profunda reflexión en el espectador transmitidas mediante una correa pintada a través de una historia romántica de aventuras exóticas que convierte a Bajo el fuego en una de las películas imprescindibles de los años ochenta que merece una clara reivindicación debido al olvido en el que parece haber caído esta maravillosa cinta en relación con otras obras de similares características producidas en ese decenio.
Todo modo de amor al cine.
Los de la generación VHS tienen mucho que decir. Efectivamente la primera etapa de la privatizaciñon tuvo un cine decente que fue abandonándose en favor del entretenemiento vacío. Ahora mismo me viene a la cabeza el ciclo de cine carcelario como La casa de cristal protagonizada por Alan Alda o el ciclo de cine de la segunda guerra mundial, títulos que desfilaron por antena 3 y telecinco como Adios Muchachos de Louis Malle o la más propagandística Midway de Charlton Heston y Henry Fonda. Asimismo los espacios de tertulia desaparecieron.