Aunque el título (al menos, el internacional) de esta pieza anómala del cine pinku aluda explícitamente a Jack el Destripador, no hay en ella más conexiones con el susodicho que las que pudiera tener, pongamos por caso, el Maniac de William Lustig; es decir, el acecho, depredación sexual y asesinato de mujeres. Todo lo demás, que es en cierto modo aquello que mejor define a este infausto y enigmático personaje (el contexto victoriano, el potencial conspirativo…), resulta ajeno a la película de Hasebe que nos ocupa, que precisamente destaca por alumbrar aquello que más oscuro aparece en la leyenda negra del célebre serial killer: su identidad, motivaciones y psicología. Como ya hicieran antes obras como la seminal Peeping Tom, Deranged, Un hacha para la luna de miel o La semana del asesino, entre muchas otras, la cinta prefiere poner el foco en la mente criminal de los dos protagonistas, sucumbiendo a ese pozo de tinieblas y pulsiones eróticas malsanas que los conducen al crimen, en lugar de situarse del lado de las víctimas, algo que suele potenciar más la vena terrorífica del relato. El horror que se refleja en la pantalla nace, pues, de la confrontación directa con una violencia que es brutal e irracional, y no de la inminencia de la amenaza. Hasebe, consciente de estar pariendo un thriller sumamente turbio, capta nuestra atención simplemente dejando que el Mal germine (de forma accidental: el encuentro fortuito de los protagonistas con una joven enajenada les acaba revelando el carácter afrodisíaco de la mutilación sexual y el asesinato) y se desarrolle, con febril y vertiginosa velocidad, hasta entrar de lleno en el campo de la adicción y el callejón sin salida de la demencia.
La película tiene su talón de Aquiles, y al mismo tiempo su rasgo más radical y distintivo, precisamente en esto que decimos: en una construcción narrativa volcada en la reiteración de la actividad criminal de la pareja protagonista. No hay una descripción psicológica matizada, no hay un interés destacable por ilustrar facetas de la cotidianidad de la pareja, algo que explique de dónde vienen y a dónde van (aunque esto último es fácil de adivinar). La película, una vez abierto el melón en esa escena perturbadora que hemos comentado antes, seguirá su progresión encadenando un crimen tras otro, ganando en intensidad pero ofreciendo pocas recompensas a un espectador que puede acabar fatigado/asqueado ante tanta muestra de idéntica violencia fetichista (el protagonista apuñala a sus víctimas en la vagina con un cuchillo de pastelero, ante la mirada fascinada de su novia; la sangre como único elemento capaz de vencer una impotencia patológica y el arma blanca como obvio símbolo fálico y castigador). No hay que olvidar, llegados a este punto, que estamos ante una pinku eiga, es decir, una obra erótica fuertemente codificada y orientada a satisfacer las apetencias morbosas y onanistas de un público que reclama precisamente eso, incluso por encima de unas consideraciones artísticas que luego pueden existir en mayor o menor grado. Por esto mismo, la radicalidad de Assault! Jack the Ripper parece más fruto de la pereza que una decisión deliberada: la narración se acaba pareciendo demasiado a una sucesión de estampas de crueldad que uno debe recorrer como quien transita pantallas en un videojuego.
No obstante, la naturaleza casi abstracta del relato (en el que la revelación erotanática lo acaba devorando todo), así como otros detalles que la distinguen del resto de producciones pinku de su tiempo (la ausencia absoluta de humor, una presencia femenina problemática que acusa aún más si cabe el tono misógino del conjunto) hacen de ella una obra estimulante y diferente, probablemente difícil de ver para cierto público poco ducho en un cine más extremo (el resto, considerando que Hasebe nunca muestra explícitamente las agresiones, sabrá tolerarla perfectamente), pero también capaz de fascinar con su crónica realista de una mente perturbada atrapada en una espiral homicida cada vez más temeraria. Asimismo, Hasebe se sitúa por encima de la media a la hora de filmar la violencia con un arrojo fuera de toda duda, pero también con pinceladas de imaginación escénica (la escena que transcurre en la bolera es especialmente notable) en las que la estética cuidada no merma el carácter revulsivo de sus imágenes, algunas de ellas realmente perturbadoras. Una oportunidad, en suma, de sumergirse durante poco más de una hora en la cabeza de un pobre diablo que, como el bueno de Jack, declaró la guerra al cuerpo femenino, en el caso que nos ocupa para camuflar cobardemente su propia debilidad.