Director recordado, entre otras muchas cosas, por el clásico La última película (estrenada en 1971), Peter Bogdanovich volvió en 1976 para contarnos nuevos entresijos sobre el mundo del cine en Así empezó Hollywood, una historia sobre el nacimiento de Hollywood a través de un grupo de cineastas con cierto perfil de fracasados que dieron unos cuantos pasos pioneros en California a principios del Siglo XX. En este caso, mostrado en forma de comedia encantadora que rinde homenaje al cine mudo, la comedia bufonesca y la gran pantalla en general con algunas caras conocidas del cine del momento (Ryan O’Neal, Burt Reynolds o John Ritter).
Así empezó Hollywood forma parte de la ola de cine nostálgico que se hizo en los años 70 (no siempre obteniendo el mismo éxito) y resulta tan agradable de ver como la mayoría de las películas de esa época, homenajes a unos pasados apenas vividos por los que nos los contaban. Aquí, asistimos a un encuentro casual entre el joven abogado Leo Harrigan y un productor de cine que dará pie al comienzo de dos grandes carreras como directores, guionistas y actores en un mundo naciente como el cine. Como productor de éxito, Harrigan no para nunca, pero los problemas comienzan cuando se interesa por la competencia.
El elenco de estrellas, sumada a la atmósfera de caos alegre que acompaña el amanecer del ‹Nickelodeon› (que da título a la película en versión original), llamado así porque la gente pagaba un ‹nickel› (cinco centavos) por la entrada al cine, son sin duda los mayores activos. De hecho, casi que la puedo disfrutar a ciegas, ya que en películas con esta atmósfera tiendo a sentirme como pez en el agua, a pesar de saber y ver que no son perfectas y sí llenas de excesos. ¿Cómo no, si hay actuaciones carismáticas que te mecen a lo largo de la película? Lástima de no poder ir especialmente lejos por la ligereza del guion. Pero vamos, que me doy con un canto en los dientes con lo que ofrece: una comedia loca que intenta reproducir un subgénero cinematográfico de comedia que fue muy popular en Estados Unidos durante la Gran Depresión. ¿Quién no quiere ver cómo recrean momentos históricos del cine? ¿Quién no va a querer ser testigo del nacimiento de una de las cunas de la producción cinematográfica más importantes del mundo, aunque en general sea cine no muy maldito?
El problema de la película, cómo no, es que tiene demasiadas cosas que hacer y no puede con todo, a pesar de sus dos horas de duración. Demasiados gags, demasiada trama, demasiados personajes, demasiadas expectativas, demasiado relleno, etc. Sin embargo, tiene algunos momentos realmente sublimes, sobre todo hacia el final, pero también en las relaciones de los personajes, que evitan que sea el desastre que muchos creen que es (por lo que he estado leyendo en algunas críticas). Basta con recoger las palabras de Rogert Ebert, que a su vez parafraseaba a Orson Welles recordando que describió un estudio de cine como el tren eléctrico más grande que un niño podría tener. El famoso crítico de cine dijo entonces que Bogdanovich no nos deja jugar con su tren, sino que nos mantiene en el exterior de una película curiosamente plana. Pues sí (esto ya lo digo yo), plana es, pero con encanto también. El encanto de ver algo hecho hace más de 40 años sobre algo que pudo pasar o pasó hace más de 100. Si además tenemos en cuenta todo lo que hay detrás de la propia película (lo mucho que costó su producción, el fracaso en taquilla que fue), todo posee incluso un poco más de encanto.