La alternativa | Aquellos años (Jack Nicholson)

No es ningún secreto que uno de los intérpretes más laureados de Hollywood (incluso a principios de los 70, fecha de la que data el film, ya había protagonizado dos películas como Easy RiderMi vida es mi vida, obteniendo sendas nominaciones a los Oscar) es también uno de los grandes aficionados a uno de los deportes más populares de los Estados Unidos, y es que resulta habitual ver a Jack Nicholson entre los aficionados del Staples Center, recinto donde compiten Los Angeles Lakers, una de sus particulares debilidades. Quizá fruto de esa pasión (que se remonta ya a su juventud), el de New Jersey aprovechaba su primera incursión tras las cámaras para aunar inquietudes como la citada o como esa contracultura que formó parte de su carrera años antes más allá de la mencionada Easy Rider.

Son, de hecho, esos dos aspectos, los que se asocian en la primera secuencia de Drive, He Said (de dudosa traducción, Aquellos años), donde Hector Bloom afronta uno de los partidos de su equipo universitario, mientras su compañero de habitación, Gabriel, busca dar forma a una acción vindicativa en la cancha donde se juega dicho partido. De personalidad dispar, ambos bien podrían constituir un reflejo de ese fenómeno que se dio cita en Estados Unidos a lo largo de la década de los 60: mientras la actitud impasible, prácticamente displicente, del primero, contrastaba con el carácter libidinoso de aquellos años, la irreverente y temeraria conducta de su camarada entroncaba con un escenario tan complejo como psicológico desde el que comprender una postura siempre al borde de la conspiración, alentando una naturaleza de lo más subversiva. Una situación que Nicholson refleja en las apariciones de Gabriel, derivando en una degradación que no será sino fruto de un contexto presto a excitar mentes y exigir estímulos distintos.

Es así como el primerizo cineasta, pendiente del hilo de ese Nuevo Hollywood prácticamente recién surgido (y que contemplaba propuestas de otros intérpretes tales como Dennis Hopper), enarbola un ejercicio sugerente que destaca en especial por lo arrebatado de su contenido, influyendo en un aparato formal inconstante —esa fragmentación que se produce entre ambos relatos, en ocasiones ínfimamente ligados—, pero al fin y al cabo coherente a modo de espejo de un panorama en realidad tan mudable y veleidoso a manera de la idiosincrasia del film en cuestión: como si su condición de bomba de relojería dispuesta a otorgar un prisma (no tan) deformante sobre la realidad irrumpiese en un aparato imperfecto —algo anclado, en cierto modo, a su cualidad de ópera prima— y del mismo modo alentador. Algo que, en el fondo, no suponía sino una declaración de intenciones que coartaría en parte la carrera de su autor tras su contundente recepción en Cannes.

No obstante, y como comentaba, Nicholson situaba dos temáticas de interés tras su debut, y el agitado paso de Hector Bloom por las filas del equipo capitaneado por el entrenador Bullion —un Bruce Dern que, casual o no, siempre ha participado en films sobre baloncesto como el que nos ocupa, Cuando fuimos campeones o la más reciente Believe in Me— servía para describir un mundo agitado debido a la peculiar personalidad del protagonista, cuyo comportamiento y ciertas actitudes otorgaban una óptica distinta a ese deporte. Una mirada en la cual el también actor volcaba su devoción sin necesidad de idealizar ni mucho menos su particular admiración en torno al basquet, ofreciendo un acercamiento, eso sí, fidedigno a través de su cámara y de una impecable labor fotográfica —tras la que encontramos el nombre de Bill Butler, que más tarde participaría en cintas como Tiburón, La conversación o Capricornio Uno— cuyo empleo del grano resulta acertadísimo, y que es capaz de aportar estilo a un ya de por sí personal trabajo.

No son pocos los motivos por los que resulta sorprendente —más allá de la polémica que pudiese suscitar en su día, y de las opiniones encontradas que, aún actualmente, motive— que un debut tan inusual como, por momentos, brillante, siga siendo uno de esos títulos a reivindicar, y es que en él encontramos la impronta de su autor en no pocos detalles: desde unas interpretaciones —a destacar el notable trabajo de un primerizo William Tepper, además de la gran labor de Karen Black, que ya venía de trabajar con Nicholson en las mentadas películas de Hopper y Rafelson— que le confieren el temperamento oportuno, a esa en casi todo momento acerada visión sobre la contracultura del cineasta, todo ello desvistiendo convenientemente algunos de los tabúes de la sociedad norteamericana, Drive, He Said constituye uno de esos ejercicios a los que no está de más acercarse, ya sea por la perspectiva en torno a una etapa profundamente alentadora, el acercamiento a uno de esos talentos a los que el contexto otorgó una virtud extra, o la apasionada percepción alrededor de un deporte que quizá pocas veces haya sido advertido con tanto acierto por una mirada personal e intransferible.

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