La irrupción repentina de un desconocido que interrumpe el normal desarrollo de la vida del pobre desgraciado que osó cruzar su destino con esta nueva presencia ha sido desde tiempos pretéritos una de las premisas más consistentes e interesantes de ese subgénero que se hace llamar el thriller psicológico. Si a ello le añadimos el supuesto del enfrentamiento en un lugar más o menos cerrado donde se siente la opresión y ausencia de libertad y como postre le incluimos unas gotas de sociopatía y psicosis en la mente de los antagonistas pues ya tenemos el plato perfecto para degustar una intriga absorbente e inquietante, objetivo más o menos común en una amplia mayoría de las películas adscritas a este género.
Todos estos aspectos, y alguno que otro más, se hallan presentes en la estupenda Apartamento cero. Uno de esos thrillers rodados a finales de los ochenta por un casi debutante Martin Donovan (un guionista argentino afincado en el Reino Unido que deslumbró en sus dos primeras películas, la protagonista de esta reseña y su debut State of Wonder, para posteriormente desechar su talento en cintas de serie B y telefilmes que le relegaron al ostracismo popular).
La película se muestra espléndida ya desde su arranque situando la trama en el Buenos Aires de los ochenta donde un extraño personaje llamado Adrian (Colin Firth) regenta un famélico cine de barrio donde se proyectan clásicos de Hollywood con un cada vez más escaso éxito de audiencia. Adrian es un hombre solitario y que huye de todo contacto social. Tan solo intercambia algún que otro comentario con la taquillera que emplea en su negocio, ya que su principal pasatiempo consiste en ver películas y aprender de memoria su elenco técnico y actoral poseyendo la habilidad de poder adivinar cualquier película clásica con tan solo citarle los nombres de tres componentes de su reparto. Esta obsesión cinéfila se hace sentir aún más por la presencia en la decoración de su apartamento de fotos de actores inmortales como Montgomery Clift y demás estrellas americanas. Además, Adrian está muy afectado por la reclusión de su amada madre en un psiquiátrico fruto del desorden mental que padece su cerebro, empleando su poco tiempo libre en visitas a su progenitora donde le contará sus pesares y problemas aunque sus palabras se pierdan en el laberinto de la enajenada mente de su madre.
Ante la falta de ingresos que afecta al cine que dirige, Adrian decide alquilar una habitación de su apartamento situado en uno de los mejores barrios de la capital argentina. De entre los muchos candidatos que acuden al anuncio publicado nuestro protagonista optará por aceptar la presencia de un extraño sujeto que se hace pasar por un americano que ha llegado a Buenos Aires para realizar un proyecto dentro de un programa de intercambio empresarial de una multinacional estadounidense que tiene su sucursal cerca de la casa de Adrian. Este personaje, llamado Jack (Hart Bochner, el Harry Ellis de la Jungla de Cristal que aquí está irreconocible sin su barba y gestos de cocainómano) desatará una morbosa atracción en Adrian dado su carácter extrovertido y atractivo mostrado con esos vecinos que el esquivo gerente de cine trata de evitar con el fin de no ser objeto de habladurías.
Jack hará buenas migas con la vecina de enfrente, pero también con el resto de extravagantes vecinos (entre los que se encuentran travestis, viejas cotillas, jubilados demacrados de incierto pasado, sujetos aislados adictos al voyerismo…), mostrándose en todo momento como un personaje muy ambiguo que parece esconder algún secreto en su pasado que no quiere que salga a la luz. Por un lado se revelará como un depredador sexual que lo mismo se engancha con una joven ansiosa de sexo como con un mancebo virgen de degustar los talentos de las caricias masculinas. Por otro se exhibe muy ocioso siendo alguien que ocupa un cargo en una multinacional bastante exigente en horarios laborales. Finalmente, se demuestra que es un manipulador que somete a sus encantos y engaños a quienes con él se topan, hecho éste que despertará ciertas sospechas en Adrian, pues en la ciudad se está buscando a un asesino en serie que parece está relacionado con los antiguos escuadrones de la muerte de extrema derecha que hicieron estragos en la Argentina.
De este modo, comenzará un juego psicológico del ratón y el gato entre Jack y Adrian en el que nada es lo que parece y todo se oculta a los ojos de quien mira de frente. ¿Será Jack un sádico y perverso psicópata o simplemente todo será fruto de la imaginación de la obsesiva y achacosa mente de un enfermo de cine con tendencias paranoicas que sufre una doliente existencia tan solo calmada por la visualización en masa de un número de películas a lo largo de su vida que ningún cerebro en su sano juicio podría soportar sin caer en la demencia?
Apartamento cero se destapa como un thriller moderno modélico que aúna entretenimiento, gracias a un magnífico guion que evita jugar y engañar al espectador escondiendo ases en la manga, y que por tanto dialoga con el publico con madurez y sin embustes envolviendo al mismo en una madeja muy enmarañada a medida que se van conociendo más detalles de la vida de los dos protagonistas principales, y ciertas gotas de denuncia social y política mediante la inyección de una subtrama de persecución de un sádico asesino que pertenece a los escuadrones de la muerte que derivará en una interesante denuncia sobre la participación de la CIA en esos asesinatos en masa que por su carácter masivo y orquestado no se consideran crímenes habitualmente.
En este sentido la película sabe crear una atmósfera turbia y espectral donde los muertos anuncian su presencia en un fuera de campo que inquieta aún más que si se mostraran explícitamente. A ello ayuda la construcción de un relato que hace descansar su fuerza en el enfrentamiento psicológico entre dos antagonistas perturbados y asociales a los que lo que sucede a los demás les importa menos que una mierda. Pues el retrato de Adrian no es para nada compasivo. Un ser incapaz de relacionarse con sus semejantes abandonando todo anhelo de amor o de contacto vital con el resto de la especie humana, relegando a su inestable mente a la mera contemplación del reflejo de la vida que es el cine y renunciando por ello a vivir lo que otros viven en la pantalla. Una posición muy cómoda que supone evitar que los problemas sociales e injusticias cometidas te afecten. Será pues un villano. Alguien condenado a vivir recluido y solo sin que su vida haya significado algo para alguien, y por tanto alguien que pasará desapercibido sin que nadie se acuerde de él cuando ya no esté en este mundo. Un amargado que bien podría pertenecer al Film Twitter, o como quiera que se haya bautizado, ese grupo heterogéneo compuesto por gente de todo pelaje, tanto sociable como por sociópatas también. Ello se observa en la espléndida secuencia final que cierra la película en la que ese cine austero y ruinoso que sobrevivía sin pervertir su esencia acabará convertido en una sala X, donde se citan los gays bonaerenses de los ochenta, para poder seguir existiendo como negocio. Adrian ha fracasado. Ni siquiera su pasión, el cine, sigue inmaculada en un mundo descarnado repleto de perversión y crueldad.
La potencia y poder que emanan los fotogramas de Apartamento cero se sustentan en las magníficas interpretaciones de sus dos protagonistas principales, un joven y siempre académico y genial Colin Firth en un papel amanerado y ambiguo que se asemeja en algunos aspectos con el Anthony Perkins de Psicosis, y un sorprendente y atractivo Hart Bochner, quien compone otro personaje poliédrico y complicado que mantendrá la intriga del film sobre si se trata de un simple desventurado con querencia al libertinaje sexual o si en realidad es un psicópata en toda regla que sigue cometiendo unos crímenes de los que no puede desvincularse.
Pero también de una gama de secundarios a cual más extraño que vierten aún si cabe más gotas de agitación y sospecha en una película que prefiere apostar por un juego psicológico muy envolvente frente al simple relato ‹hard bolied› de asesinatos e investigación policial tan típico del thriller anglosajón de los ochenta y noventa. Pues aquí lo relevante no es quien se esconde tras la máscara del asesino, dado que la máscara será revelada bastante antes del desenlace al espectador por un inteligente Martin Donovan. Aquí lo importante es desgranar los quebrantos psicológicos y mentales presentes en una sociedad aquejada por una terrible enfermedad: la enfermedad del miedo y su consecuente soledad y desprecio por los problemas que no son ajenos a nuestro propio individuo. Unos problemas que nunca son ajenos, sino que nos afectan en global aunque pretendamos creer que huyendo los regatearemos. Un padecimiento que quizás fue la causa de que los crímenes de estado pudieran ejecutarse, pues la oposición que tuvieron que sortear no fue global.
Me ha encantado Apartamento cero, debería ocupar un lugar más importante en la memoria del cine de los ochenta.
Todo modo de amor al cine.