Greta Garbo aparece deslumbrante de entre una fantasmal neblina compuesta por el vapor de la máquina del ferrocarril. Ella es Anna Karenina y sale de uno de los vagones de un tren en la estación de Moscú. El Conde Vronsky queda absolutamente fascinado por su presencia y una conexión inmediata se establece entre ellos, en una secuencia que presagiará en unos instantes las inevitables penurias y la tragedia venideras. Adaptar una obra tan extensa y compleja narrativamente como la novela de León Tolstói, que cuenta con más de una docena de personajes principales, ha resultado una tarea complicada para el cine hasta nuestros días. Una buena traslación de un relato entre un medio y otro no sólo implica saber qué incluir, sino también —y en la mayoría de las ocasiones, mucho más importante— desprenderse de todo aquello que entorpezca el desarrollo de una visión particular o explorar una faceta concreta del material de partida. En el caso de la versión de 1935 dirigida por Clarence Brown, lo esquemático de la trama y su traducción en un conjunto muy contenido de escenas permite al cineasta estructurar fuertemente la película en el plano dramático a pesar de contar con una elaboración argumental muy simplificada si la comparamos con la literaria original e incluso otras adaptaciones posteriores.
La presentación circular y encadenada de personajes permite fijar sus características de manera natural en los primeros minutos mientras presenta todos los conflictos que definen sus relaciones. Lleva al espectador desde la opulencia y el libertinaje de los oficiales del ejército entre los que se encuentra Vronsky hasta la incomodidad social del terrateniente Levin al intentar integrarse con las clases altas de la ciudad viniendo del campo, pasando por el adúltero del hermano de Anna, que consigue reconciliarse con su esposa gracias a su intervención. El sentido de anticipación constante de las consecuencias de los actos de la protagonista es consistente a lo largo de todo el relato, tanto como la perspectiva clara del director en su empeño de contextualización de la dimensión social de sus acciones y actividades fuera de la intimidad: el uso de la profundidad de campo para fijar en primer plano al resto de asistentes a un juego de criquet mientras de fondo se observan los apasionados intercambios de diálogos y el flirteo entre Karenina y Vronsky; el primer plano cerrado de Garbo observando la carrera de caballos y sus reacciones a la caída de su amado mientras su marido Karenin la mira inquisitivamente exigiendo que se comporte con decoro; la escena de la ópera en la que una Anna convertida ya en paria social asiste a un palco y un sencillo trávelin lateral muestra al resto de espectadores realizando comentarios impertinentes sobre su vida privada y su derecho o no a mostrarse en público.
A diferencia de la Anna Karenina con Vivien Leigh de 1948 (Julien Duvivier), la representada por Greta Garbo y este film huye del exceso de melodramatismo y se beneficia de la calidez de su interpretación combinado con su peculiar carácter distante y su ambivalencia en los diálogos, que permiten introducir por momentos cierta ironía en una variedad de registros que se percibe más humana y cercana. Todo acorde a una mujer desbordada y oprimida por unas expectativas y normas que no la permiten amar a quien quiere, la apartan de su hijo y de la buena consideración pública apelando a unos valores morales e ideales que en realidad nadie cumple por convicción. Observamos su progresión desde su pretensión de eludir sus sentimientos hasta dejarse llevar por sus deseos siguiendo los requisitos impuestos por el estricto orden social, para luego renunciar a ellos y asumir sus consecuencias.
Un gran manejo del paso del tiempo a través de las elipsis se combina aquí con utilizar el desarrollo de los conflictos como catalizador de todas las escenas —evitando el fuera de campo para avanzar en la trama y permitiendo que sean siempre los personajes quienes lo hagan—, que proveen la información suficiente para establecer una jerarquía y urgencia en la narración que se va intensificando hasta su final, concebido como un reflejo de su primera aparición y encuentro con Vronsky. Una predestinación que en realidad se explica a través de cómo afectan nuestras insignificantes decisiones a los demás y las de nuestros semejantes a nosotros de maneras muy diversas e inescrutables a priori, mediatizadas por las presiones y las exigencias de una sociedad que impone unas reglas injustas, desiguales y, sobre todo, despiadadas para quienes pretendan vivir al margen de ellas.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.