La vuelta sobre lo familiar rara vez no viene acompañada de un retorno a lo material, esa parte tangible que, conserve un componente anímico o no, estimula una mirada sobre nuestro pasado, sobre nuestras raíces. En Next of Kin, otra de tantas rarezas de origen ‹aussie› relegadas a un segundo plano por su condición de ‹exploit›, y dirigida por el neozelandés Tony Williams, un cineasta que con esta realizaría su segunda y última aportación al panorama de la ficción —lo que vendría después, ya en pleno s. XXI, serían varios films en clave documental—, seguimos a Linda, la protagonista del film, quien encuentra en la antigua residencia otrora regentada por su ya difunta madre, ese elemento que le permite volver a su pueblo natal.
Un espacio cuyas habitaciones, pasillos y omnipresente personal servirá a Williams para configurar la raíz de un horror que se sustenta aparentemente en una vertiente sobrenatural desde la que desconcertar a nuestra protagonista, quien sólo encontrará apoyo en la presencia de uno de los viejos inquilinos de la mansión, Lance, y en su reencuentro con Barney —interpretado por un jovencísimo John Jarratt—, con el que entablará una relación afectiva que será su más estrecho contacto de vuelta a esa realidad. Así, el cineasta recurrirá al manejo de una cámara que, más allá de toda posible (y obvia) referencia a otros reverenciados autores, se sumerge en esa residencia con un pulso digno de elogio. Para ello hace de los sinuosos ‹travellings› que definen, en parte, su comportamiento formal, una notable arma desde la cual sugerir y deslizar una locura que se desatará en el desfigurado rostro de Linda durante un último y explosivo acto que, lejos de dinamitar las posibilidades de Next of Kin por esa tan extraña como abrupta ruptura tonal, otorgará, si cabe, mayor enjundia a una propuesta que encuentra en la cohesión ofrecida por la dirección de Williams su virtud capital.
De todo ello se desprende un poderoso brío para tejer imágenes cuyo carácter icónico habla por sí solo —como esa recurrente pesadilla de la protagonista, que bien podría ser homóloga del prólogo de Rojo oscuro de Argento—, y que además contienen en su pragmatismo el equilibrio indispensable entre las necesidades del film —el modo en cómo funcionan esos citados ‹travellings› que nos desplazan por los pasillos del caserón, secundados por apartados técnicos que no sólo no se sobreponen al notable trabajo de Gary Hansen, director de fotografía de otros títulos destacados australianos como Más allá de la reencarnación, sino además lo complementan a la perfección (esa banda sonora que no se muestra intrusiva hasta los últimos compases, la cuidada labor de iluminación, etc)— y esos momentos de puro lucimiento que no hacen sino reforzar la evolución tonal que se producirá en el acto final —y que encontrará en la secuencia de la huida posterior al descubrimiento de Linda su punto álgido en el aspecto formal—.
Porque no nos engañemos, el film australiano transita vías ya exploradas componiendo y administrando un relato que se mece en la intriga hábilmente suministrada por Williams —junto a otro guionista de la época, Michael Heath— a la escritura, pero que al fin y al cabo no deja de tantear determinados lugares comunes que, sin embargo, hallan un indispensable aliado en la figura del realizador neozelandés. Esos espacios comunes, y la construcción de ciertas secuencias que fácilmente nos podrían retrotraer a piezas clave —y no tanto— del género, quedan ensalzados por la inteligencia con que su autor dispone los distintos recursos desde los que crear una sutil y tenue atmósfera que solo se verá socavada por un tercer acto desde el cual emergerá un terror más tosco, consecuencia de las bifurcaciones que tomará Next of Kin para resolver y finiquitar un relato mucho más sencillo y visceral de lo que parecían indicar los compases iniciales del film.
Con Next of Kin no nos encontramos, ni mucho menos, ante uno de los emblemas que marcó a toda una generación —aunque sea, eso sí, considerado por cineastas como Quentin Tarantino como una de las mejores propuestas de la época dorada del ‹ozploitation›— liderada por cineastas del calibre de Richard Franklin, Brian Trenchard-Smith o Colin Eggleston; pero es sin duda en su falta de complejos, e incluso en esa imperfección y ese trazo irregular expuesto por su libreto, aquello que le otorga un valor añadido a una pieza que, si bien encontraba en la naturaleza ajena un espejo en el que mirarse —sus filtradas referencias, por no hablar de esa banda sonora de Klaus Schulze, que compondría un año más tarde la partitura para la brillante cinta austriaca La angustia del miedo (Angst), de claros ecos al post-rock de Goblin, pieza ineludible del cine de Dario Argento—, lograba gracias a un marcado carácter alcanzar cotas muy superiores de las que se podría concebir de un producto de esas características. Y es que, en el caso de Williams, la total libertad y la expresiva condición de unas imágenes que, en ocasiones, quedan grabadas en la retina —y que bien podrían salir de la batuta de cineastas como Brian de Palma—, hacen de lo que podría ser otro de tantos ejercicios de género embebidos por la esencia de una época, uno de esos testamentos fílmicos de tan arrebatadora como marcada personalidad.
Larga vida a la nueva carne.