Hay dos referencias reiterativas cada vez que se menciona Alas (Wings, William A. Wellman, 1927). Primero, ser la ganadora del Oscar a Mejor Película en la primera gala de 1929. En segundo lugar, el famoso plano de trávelin de acercamiento en la escena del cabaré Folies Bergère de Paris, atravesando una serie de mesas hasta llegar a la de Jack (Charles ‘Buddy’ Rogers). Este recurso, sin embargo, supone una parte anecdótica de la sublimación técnica en la colocación y el movimiento de la cámara que el director despliega durante todo su metraje, principalmente en las secuencias de batallas aéreas, pero también en la composición de escenas de diálogos que juegan con el contraste entre primer plano y fondo, con el uso de reencuadres; o el cambio del punto de vista del relato entre los personajes de la cinta, que se traslada con total naturalidad a los enfrentamientos entre aviones de combate en el cielo durante sus imposibles coreografías. La espectacularidad, la crudeza de la violencia y la emoción priman en todos los instantes dedicados a representar la contienda bélica en el contexto de la Gran Guerra. Pero Wellman, veterano de la Primera Guerra Mundial y con experiencia precisamente como piloto de cazas, trata en todo momento de mostrarlas con un grado de realismo extremo.
Por otro lado, los elementos con los que se construye la narración a nivel humano resultan tremendamente tópicos aunque muy efectivos en su aspecto dramático. La sociedad de Estados Unidos se encarna a través de la juventud de un pequeño pueblo que vive despreocupada. Son dos hombres de distinta clase: el humilde Jack y David (Richard Arlen), que procede de una familia adinerada. Además de esto, su distanciamiento inicial se subraya al ser los dos pretendientes de la misma mujer, Sylvia (Jobyna Ralston). Ambos deben olvidarse de sus insignificantes problemas personales para comprometerse con los cruciales tiempos en que viven y se alistan al Servicio del Ejército del Aire. Su amistad —construida artificiosa y precipitadamente mediante la demostración de su carácter el uno a otro en una pelea entre ellos— es lo que vertebra la estructura del filme de historia épica de dos individuos corrientes envueltos en sucesos extraordinarios que ponen a prueba sus valores. Entre ellos, el patriotismo estadounidense parece algo accesorio y anecdótico. De hecho, su presencia se hace un tanto ridícula a través del alivio cómico del personaje de Herman (El Brendel) y su tatuaje en el brazo con la leyenda “barras y estrellas para siempre”.
Clara Bow —una de las grandes estrellas del cine de la época— interpreta con su inigualable estilo y personalidad a Mary, que mantiene un interés sentimental en Jack. Un papel intrascendente y diseñado exclusivamente con el propósito de dar un final feliz en el que el chico y la chica de la película acaban juntos, mirando al cielo nocturno mientras aparece una estrella fugaz. Este de la estrella fugaz es un motivo recurrente que funciona como símbolo desde el inicio, cuando vemos a Jack modificar un coche, y que asume como apodo como as de la aviación. Un símbolo que ancla al personaje a su hogar y lo conecta con esa joven pizpireta, efervescente y carismática ‹It girl› que se ha preocupado por él, y hasta sacrificado su lugar en la lucha, incluso sin que sus atenciones sean correspondidas. El matrimonio, la familia y la felicidad le esperan a su regreso a casa y cualquier trauma o accidente, cualquier pérdida grave se supera gracias al perdón y a la redención del amor. Un final romántico con mensaje almibarado, aunque emocionalmente muy satisfactorio, que resulta contradictorio con la despiadada recreación de la guerra. Esta conclusión sella también el devenir del cine de Hollywood, subyugado desde sus inicios a promover y encargarse de satisfacer los anhelos de pura evasión de los espectadores y a proporcionar el obligatorio final feliz que llevarse fuera de la sala de proyección.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.