Cada cinematografía ha estado siempre adscrita a un género en concreto ya sea por razones sociales, culturales e incluso mediante acontecimientos históricos que han caracterizado el devenir de una nación capaz de encontrar en el arte cinematográfico un modo certero de reflejar todos esos sentimientos a través de las distintas categorías que marcan, al fin y al cabo, una identidad. Si bien el thriller ha sido uno de esos géneros presentes en el entramado cinematográfico patrio a través de títulos muy concretos o incluso cineastas especializados (Borau, Isasi-Isasmendi, Grau, el incombustible Franco…), quizá resultaría complicado anexionarlo a un sustrato propio por el hecho de no marcar esa idiosincrasia, de no fijar con tanta certeza aquello que nos define de forma etnográfica. No obstante, la (re)interpretación realizada a través del cine español sobre el thriller —ya sea a través del cine quinqui acuñado por los de la Loma, de la Iglesia y demás, o ahondando en ese carácter castizo— siempre ha resultado de lo más interesante por representar precisamente un reflejo de lo más fehaciente sobre nuestra sociedad. Un reflejo siempre acompañado por un sello distintivo capaz de trasladar esa condición no sólo a un escenario o personaje, sino también a un entendimiento formal característico, inimitable. Sin haber quedado del todo atrás, esos rasgos representativos —en especial, a nivel de estilo— han sido desplazados en una representación cada vez más cercana a esquemas ajenos —esos que resultan comercializables y otorgan otro empaque al producto— que, a la postre, ha terminado por coincidir con una suerte de auge patria en esos lindes —y es que ya nada es casual o, como afirmaba Rodrigo Sorogoyen, autor de uno de esos thrillers de nueva hornada, «Después de Stockholm, podríamos haber hecho otra película intimista pero con un thriller podíamos llegar a más público»—. En definitiva, la maquinaria ha engullido —no del todo, afortunadamente— una personalidad que con tanta firmeza habían alcanzado cineastas de etapas anteriores.
Juan Bosch quizá no sea uno de esos realizadores tan destacados dentro de nuestro cine como algunos de los nombres citados anteriormente, pero sin duda sus escarceos con el género fueron constantes y le llevaron a trazar títulos tan interesantes como el que nos ocupa. Imbuida en un espectro noir que el cineasta supo reflejar en una construcción tenaz (desde sus personajes hasta su trama, pasando por unos espacios —esos bajos fondos, carreteras secundarias e incluso moteles donde cobijarse—), A sangre fría —también conocida como Trampa al amanecer— resulta un ejercicio vigoroso y formidable donde el sustrato del thriller da precisamente voz a recovecos a través de los que explorar vertientes tanto o más sugestivas. Así, y a través de un sencillo film donde atracos, sucesos delictivos y ese particular submundo quedan unidos por un sólido vínculo, Bosch sabe desentrañar la esencia de una condición que pronto estalla tanto a través de una descripción medida como de una especie de sublimación en torno a una de las figuras esenciales del noir: la ‹femme fatale›. Gisia Paradis —desafiando a dos intérpretes como Carlos Larrañaga y Arturo Fernández—, cuyo papel queda definido desde un buen principio, se erige así como eje —sin parecerlo— de un film donde las consecuencias siguen siendo funestas —santo y seña del ‹noir›—, pero el rol femenino termina tomando una senda mucho más sugerente: sí, en efecto, miente, manipula e incluso su salvaguardia es lo único que importa llegados a cierto punto, pero tan capaz es de ello como de imponerse, de dar un paso al frente y no titubear ni ante la empuñadura de un arma. Bosch desarrolla de este modo un tentador trabajo sostenido por la lograda puesta en escena de la que hace gala, capaz de intensificar las constantes de A sangre fría como si nada, y lo exalta en una pragmática demostración sobre como desarbolar un género incluso haciendo de la fatalidad algo tan vulnerable que podría caber en un simple manojo de llaves.
Larga vida a la nueva carne.